La manada de misóginos
El miedo de las víctimas no sólo a las posibles represalias de su agresor sino que también al cuestionamiento de su conducta es, a su vez, la causa de que muchos abusos ni siquiera se denuncien, con lo que no es muy difícil concluir que la cifra negra de ataques sexuales es de proporciones.
Yasmin Gray es Abogada Universidad del Desarrollo
Las discusiones en redes sociales alusivas a causas llevadas por el feminismo se están volviendo una réplica del “día de la marmota”, aquel episodio con que el personaje de Bill Murray debía lidiar una y otra vez en la película “Hechizo del tiempo”. Se presenta el problema, el cual, sin distinguir si es algo baladí o de orden trascendental, es utilizado por hordas de activistas de internet para pregonar su supuesta superioridad moral, por un lado, y de trolls que dicen actuar en defensa de la incorrección política y de la búsqueda de la verdad, por el otro.
El análisis al mediático juicio de La Manada en España, por medio del cual comparecieron ante la justicia cinco hombres acusados de violar a una joven en medio de las celebraciones de San Fermín el año 2016, ha desatado exactamente lo descrito, eso sí, en proporciones que han sobrepasado por mucho a la frontera ibérica. Pero de todas las reacciones, muchas de ellas afiebradas, que ha suscitado el caso, los comentarios que aluden al resultado del fallo de primera instancia que descartó la violación y sólo lo tipificó como abuso sexual, en cuanto a que sería un ejemplo manifiesto del cómo las mujeres suelen levantar falsas acusaciones de violación para arruinar la vida de los hombres, son por lejos los más bizarros e insoportables.
Una cosa es, desde la visión jurídica, discurrir sobre si los hechos descritos en el juicio se ajustaban a los requisitos de la legislación española para el delito de violación -algo que desde el punto de vista técnico ha sido objeto de discusión álgida, especialmente teniendo en cuenta que las formas de presentar la prueba ante los tribunales terminan siendo decisivas en gran parte de los casos- y otra muy distinta es utilizar el resultado del caso para burlarse no sólo del dolor de la víctima de La Manada, sino que de todas las mujeres que denuncian ante los tribunales episodios de violencia sexual. Si van a usar como argumento el bajo porcentaje de acusados de violación que son llevados a juicio y condenados por dicho delito, es menester responderles que la escasez de condenas por violación se debe a lo difícil que es probar un delito que en la gran mayoría de los casos ocurre sin testigos y cuyas marcas físicas, de dejarlas, por lo general desaparecen al poco tiempo; y por no mencionar, además, el cómo el miedo, el estado de shock y la poca conciencia de que lo sucedido fue una agresión, suelen paralizar a las víctimas una vez ocurrido el ataque a tal punto que si se deciden a denunciar semanas, meses o incluso años después, ya no se puede hacer nada, legalmente hablando, para castigar al abusador.
El miedo de las víctimas no sólo a las posibles represalias de su agresor sino que también al cuestionamiento de su conducta es, a su vez, la causa de que muchos abusos ni siquiera se denuncien, con lo que no es muy difícil concluir que la cifra negra de ataques sexuales es de proporciones.
Y más allá de las implicancias jurídico-legales, la misoginia que demuestran dichos prejuicios sobre las denuncias falsas de violación -las que de existir, y entendiendo por denuncias falsas aquella que es hecha con dolo directo de perjudicar gratuitamente al acusado, conforman una minoría ínfima del total de casos, porque las mujeres no andamos por la vida con la intención de difamar a un hombre porque sí- es algo a lo que si bien estamos acostumbrados, no deja de dar asco y pena. El que muchos hombres se representen la violación casi como una ocurrencia excéntrica de la imaginación de la mujer, en circunstancias de que es más frecuente de lo que queremos y creemos, da pie a pensar qué es lo que se está haciendo mal si de educación sexual se trata. No en vano la escritora Virginie Despentes en su celebrado libro “Teoría King Kong”, al reflexionar sobre su propia experiencia de violación alude a cómo el violador en lugar de asumir su crimen se las arregla con su conciencia con pretextos del tipo “me pasé un poco” “ella estaba borracha” “ella hacía como que no quería pero en realidad consintió”. Si el caso de La Manada cae en el imaginario colectivo de lo que es una violación -desconocidos que agarran a una mujer por la fuerza en la vía pública para forzarla a mantener relaciones sexuales en un callejón- qué se puede anticipar entonces de la reacción frente a la mayoría de ataques en que el abusador es familiar, pareja o amigo de la víctima: “¿y qué era lo que esperaban?” es sólo la respuesta matriz.