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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Feminismo en el ambiente: a propósito del caso Quintero-Puchuncaví

"Su lucha nos es fácil, pues volverse activistas implica una serie de disputas con los hombres de sus comunidades –incluso con sus propias parejas – que siguiendo el mandato de ser 'proveedores económicos' optan por el trabajo y la remuneración, a veces a costa de su salud y la de sus familiares".

Por Evelyn Arriagada
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Evelyn Arriagada es Observatorio de Desigualdades. Escuela de Sociología UDP.

A principios de este 2018 una ola feminista nos remeció profundamente y –partiendo desde las universidades – nos hizo discutir sobre el papel de las mujeres en las distintas esferas. Pasado el interés mediático en la efervescencia del feminismo estudiantil, pareciera ser que dejamos de ver las luchas de las mujeres en otros espacios, donde sus discursos y prácticas se visten con otras ropas. Uno ellos es la lucha por justicia ambiental en los territorios degradados, representada hoy en la grave situación de Quintero – Puchuncaví.

Gran parte de la batalla que hoy están dando esas localidades obedece a un arduo trabajo de las “Mujeres Zona de Sacrificio Quintero-Puchuncaví en resistencia”. Como ellas, tantas otras a lo largo y ancho de Chile, han alzado la voz en defensa de sus territorios. Así fue en Til-Til el 2017, en Chiloé el 2016, en Arica el 2009, por nombrar solo algunos.

Muchas veces no las vemos porque sus luchas son cotidianas y están alejadas de la representación mediática. Tampoco las vemos porque suelen estar excluidas de los espacios decisión o de los cargos de representación. Sin embargo, para quienes investigamos estas temáticas, la conexión entre el género y conflictividad ambiental es más que evidente.

Algunas investigaciones en Estados Unidos han mostrado que la participación de las mujeres es mayoritaria en los temas de justicia ambiental. En Chile, a pesar de contar con un creciente interés en catastrar y contabilizar conflictos, aún no tenemos registros sistemáticos y confiables sobre la participación en estos por género.

Pero la evidencia cualitativa y la literatura internacional nos muestran que, lejos de ser un dato sociodemográfico más, hombres y mujeres experimentan el medioambiente de forma diferente y que, a su vez, son afectados de forma desigual cuando existe daño ambiental. La razón: el mandato social que plantea, entre otras cosas que los hombres son proveedores y las mujeres somos cuidadoras.

Las mujeres tienden a tener menos derechos de propiedad, lo que afecta su acceso y control de los recursos. A su vez, en situaciones de desastre o degradación ambiental, ellas llevan la mayor carga al cuidar de familiares enfermos o buscando alternativas para cumplir con las tareas domésticas (como provisión de agua o alimentos). Por esto suelen ser las primeras en identificar los problemas, especialmente por los efectos en sus hijos y familiares, en sus plantas y cosechas, o en mascotas o ganado a su cargo.

Obedeciendo al mandato de “preservar la vida”, muchas de estas mujeres se transforman en activistas frente al daño ambiental. Algunas lo hacen por una visión política clara frente al extractivismo y el patriarcado. Otras, simplemente se implican orientadas por su intuición de madres o por sus conocimientos como cuidadoras. Pero más allá de auto-identificarse como feministas, o no, todas ellas desafían la visión androcéntrica del mundo que las obliga a replegarse a la esfera doméstica y persisten incansablemente en la visibilización pública de sus problemáticas. No se conforman con respuestas rápidas y de corto alcance. Muchas veces son ellas quienes, hastiadas de la negación y el ocultamiento de la información, buscan sus propias vías de medición o monitoreo, establecen alianzas con profesionales y organizan distintas formas de abordaje o solución.

Su lucha nos es fácil, pues volverse activistas implica una serie de disputas con los hombres de sus comunidades –incluso con sus propias parejas – que siguiendo el mandato de ser “proveedores económicos” optan por el trabajo y la remuneración, a veces a costa de su salud y la de sus familiares. También deben enfrentarse a autoridades, expertos y otros, cuyas prácticas y discursos perpetúan su situación de desventaja, al culpabilizarlas, invisibilizarlas o excluirlas de la toma de decisiones frente a los conflictos.

En suma, así como la ola feminista nos sacudió en una reflexión profunda, los crecientes episodios de conflictividad ambiental nos invitan a discutir también sobre cómo estos son experimentados y enfrentados por los distintos géneros. Este llamado de atención debe permear especialmente a hombres y mujeres que desempeñan cargos de autoridad, experticia técnica, o que por su quehacer profesional o laboral irrumpen e intervienen en los territorios afectados.

Si atendemos a lo que de verdad ocurre en los lugares degradados, veremos que todo abordaje que pretenda ser neutral en términos de género será insuficiente, estará condenado a repetir errores y a profundizar las desigualdades sociales ya existentes.

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