Es la convivencia, estúpidos…
Guillermo Bilancio es Profesor de la Escuela de Negocios de la Universidad Adolfo Ibañez. Consultor en Alta Dirección
Más allá de todos los diagnósticos y percepciones, esta realidad indica que Chile está detenido en un punto de inflexión sin retorno, desde el que se evoluciona hacia un escenario de cambio y tensión permanente, que requiere una solución que va mucho más allá de pensar en una nueva constitución o en un paliativo “economicista”.
Este conflicto social endémico exige algo más que una resolución escrita en una carta magna o un modelo económico supuestamente más justo.
Una nueva Constitución debería hacerse pensando en el bien común, en la equidad y en la igualdad de oportunidades. Esto ya está escrito en la constitución chilena, pero parece ser que solo está en el papel.
El modelo económico que supuestamente era justo a partir del “chorreo” planteado por los ideólogos de Chicago, terminó siendo un modelo inconsistente al que se le hicieron reformas superficiales sin resultado. ¿Acaso la suba de pensiones, aumento de sueldos, baja en las tarifas y toda la oferta supermercadista del gobierno en las últimas semanas estaban en un modelo? Si es así, ¿por qué hacerlas justo ahora?
Dejemos de lado el discurso cuidadoso del matinal y seamos brutalmente sinceros alguna vez.
El conflicto radica, inexorablemente, en la convivencia. Y en Chile algunos no tienen intención de convivir ni de compartir con otros. La aceptación, el concepto de ganar-ganar, la solidaridad, solo es fantasía.
Ese conflicto ancestral se puede explicar de varias maneras y una de ellas es la de recurrir al significado de narcisismo. Sabemos que un narcisista es el que supone una superioridad relativa respecto de otra. Ahora bien, así como hay un individuo narcisista, muchos más pueden formar un colectivo narcisista. Eso es narcisismo social, dónde un grupo siente y practica supremacía sobre otro supuestamente inferior, entendiendo que esa sensación superior puede ser tanto de poder real, material o intelectual.
Ese narcisismo colectivo, que viene de las raíces de esta sociedad, es suficiente para atentar contra la convivencia y por ende ser causa fundamental del abuso social que, mas tarde o mas temprano termina en el descontento generalizado y en la acción violenta producto de la rabia contenida.
Ninguno de los protagonistas políticos está a la altura de entender que la política es el arte de lo posible y que para que las cosas sucedan es necesario entender lo imperfecto y a partir de allí tener un punto de encuentro.
Ninguno de los protagonistas políticos acepta perder protagonismo y “derecho de autor” de las soluciones intentadas.
Un ejemplo es el comportamiento de Convergencia Social que, liderada por el alcalde Sharp, actuó con una clara demostración de narcisismo y egoísmo por pretender una solución del conflicto a su medida y a su autoría. Claro, el ego ideológico extremo no le permitió aceptar que los cambios posibles estaban liderados por un gobierno enemigo. La exclusividad, ante todo.
El mismo egoísmo con que se lo acusa al Presidente Piñera en su obstinado afán de intentar concentrar las decisiones en lugar de ceder posiciones y aceptar que todo el marco político se haga cargo de esta realidad.
Protagonismo, egoísmo, narcisismo, intolerancia. Todos estos términos suman para la violencia material y espiritual, y también restan para lograr una visión compartida.
Una visión compartida plena es una falacia porque siempre hay matices, pero los verdaderos políticos entienden que la persuasión implica ceder en los momentos de alta tensión para lograr el bien común, que no es el bien “optimo”.
Una visión compartida exige comprensión y compasión para entender que cualquier solución intentada será insuficiente. Comprensión para aceptar la imperfección, compasión para ponerse en el lugar de los más vulnerables material y emocionalmente.
Olvidemos por un momento la utopía de la felicidad y de un sentido compartido de país, pero entendamos que el bien común y la equidad son principios que, al menos, permitirán la convivencia social.
Y construir una alternativa en base a esos principios implica hacer cirugía mayor a un supuesto modelo, partiendo por acciones tácticas puntuales que mejoren la calidad de vida de las personas, desde lo económico hasta lo sociocultural y así lograr la convivencia.
La convivencia debe ser el propósito y eso está por encima de cualquier modelo.
Los modelos son modificables, el propósito es permanente.
Será entonces imprescindible construir consenso sobre ese propósito, y abandonar de una vez por todas la idea de un modelo sostenido en el crecimiento como si eso fuese el único pilar que sostiene a la sociedad. El nuevo capitalismo se nutre de otros pilares que hacen al desarrollo de un país, que indudablemente no es el resultado de un Excel o de un ranking, sino que es un resultado que se refleja en el bienestar de las personas.
La convivencia, ese propósito superior, se podrá construir a partir de un sistema económico justo, sin abusos, con un modelo social diseñado para crear espacios transversales de participación.
Esos espacios comunes son la base para la equidad e igualdad de oportunidades, como por ejemplo, contar con un hospital público de alta referencia y con universidades públicas de máxima calidad que sean deseable por todos y usados por todos.
Sin convivencia, no hay resolución del problema social, y sin convivencia el desarrollo país es una utopía.
La única posibilidad de lograrla es neutralizar el narcisismo colectivo, diversificando el poder a partir de integrar en una misma mesa a empresarios, sindicalistas, intelectuales, políticos, y todo aquello que tenga diferentes miradas más allá de la élite. Sin egos ni reclamos de derechos de exclusividad por las ideas. Porque hay que tener la capacidad y la sensibilidad para integrar ideas.
Y si envidiamos a Finlandia o a Nueva Zelanda debemos aprender que en esos países uno quiere vivir con el otro y por el otro y desde allí todo es y será posible.
No es un problema de cambio constitucional ni de modelos.
Es la convivencia, estúpidos.