Welcome back to Latin America: ires y venires del excepcionalismo
A pesar de las reales cifras de crecimiento y el notorio mayor bienestar de la población, fue quedando en evidencia que el país evolucionaba a distintas velocidades y que se fueron acumulando problemas que no se resolvieron oportunamente, como el tema de las pensiones y la educación pública.
Juan Pablo Glasinovic Vernon es Abogado
En la historia se suele hablar del “excepcionalismo”, esto es la tesis implícita o explícita de que un grupo humano (país, sociedad, institución, colectivo, movimiento o periodo histórico) es de algún modo excepcional, y por tanto queda fuera de las normas, principios, derechos u obligaciones
considerados “normales”.
Esta tesis sigue plenamente vigente y explica, aunque sea en parte, una serie de fenómenos como el Brexit. Para la mayoría vencedora en ese referendo, el Reino Unido no calzaba en la Unión Europea por su condición geográfica y su bagaje histórico, caracterizado por un imperio que cubrió casi todos los continentes y que después derivó en una organización de ex colonias, denominada Commonwealth o Mancomunidad de Naciones.
El excepcionalismo se nutre fundamentalmente de una autopercepción, pero también se fortalece o retroalimenta de las percepciones de terceros. Y por supuesto puede tener una vigencia extendida en el tiempo, o subyacer en el relato nacional y en la siquis de muchos, para rebrotar cuando se den las condiciones adecuadas (crisis, bonanza, ideología u otra circunstancia).
Chile ha convivido con esta percepción desde siempre. En la enseñanza de nuestra historia siempre se resalta su desarrollo diferente al resto de la región, por su condición geográfica, lejanía y pobreza como norma general.
Esas circunstancias, más un estado de conflicto permanente con uno de los pueblos originarios (Mapuche) que interrumpió la continuidad de su territorio por siglos del control español y luego de la República chilena, habrían inducido, por necesidad, un temprano desarrollo institucional que facilitó una evolución más pacífica hacia el autogobierno y nos evitó guerras intestinas y revoluciones recurrentes que asolaron buena parte de los otros países.
Desde la carencia, Chile construyó un Estado que por regla general tuvo que administrar lo mejor posible la escasez, con algunos períodos de bonanza que en su mayoría no beneficiaron al conjunto, pero que permitieron ir avanzando en las adaptaciones sociales a los desafíos del momento.
Por ese mismo desarrollo institucional y la necesidad de asegurar su viabilidad (incluyendo lo económico), tempranamente Chile tuvo una activa política exterior, pesando mucho más en el contexto multilateral que nuestras condiciones materiales y humanas objetivas.
Durante buena parte del siglo XX fuimos vistos como una nación estable y democrática, pero de escaso desarrollo económico. Nuestro sentimiento de excepcionalismo se mantenía acotado a circunstancias que nos enorgullecían, como una burocracia relativamente eficiente y proba y un Estado de Derecho consolidado.
El tema cambió con la recuperación de la democracia, asociada a un modelo de apertura comercial y de inversiones. Fueron 30 años que cambiaron a Chile con una drástica reducción de la pobreza, la ampliación de la clase media, y la expansión de un bienestar material inédito en nuestra historia, por su extensión en el tiempo y sus alcances sociales.
De pronto, un país que había vivido modestamente y sin destacar, se convirtió en una estrella fulgurante en ascenso en el continente, siendo incluso considerado modelo por varios de los que antes lo miraban desde una posición más ventajosa. Esto avivó ese sentimiento de que éramos especiales y que reuníamos las condiciones para saltar al desarrollo, uniéndonos al club de los países más ricos.
Desde comienzos del siglo XXI venimos escuchando que tenemos reales posibilidades de acceder a la categoría de país desarrollado.
Las diversas crisis por las que pasamos durante estos 30 años (la asiática y subprime principalmente) nos bajaron los humos, pero no borraron esa casi certeza de que nos estábamos despegando de Latinoamérica, alejándonos de un mal barrio.
En ese contexto se explica o entiende mejor, la preocupación por diseñar y apuntalar una estrategia reputacional (imagen país), que facilitara el comercio, turismo e inversiones, agregando valor a nuestra oferta y destacando nuestro excepcionalismo.
Pero a pesar de las reales cifras de crecimiento y el notorio mayor bienestar de la población, fue quedando en evidencia que el país evolucionaba a distintas velocidades y que se fueron acumulando problemas que no se resolvieron oportunamente, como el tema de las pensiones y la educación pública, por mencionar los más notorios.
Una señal de alarma también fue la decreciente participación electoral, a lo que se sumó una falta de renovación de liderazgos a todo nivel partiendo por los jefes de Estado (merece un capítulo especial la repetición y alternancia de 2 presidentes de signos opuestos en 16 años).
De pronto, una de las características que nos enorgullecía, cuál era la probidad pública y privada, fue erosionándose aceleradamente, con notorios casos de corrupción en las principales instituciones del Estado y entre grandes empresarios. La percepción de todas nuestras instituciones, desde lo religioso a lo estatal, quedó abruptamente por los suelos. Lo que nos había enorgullecido y que considerábamos parte de nuestra identidad, de repente quedó sin piso.
Y vino el denominado “estallido social” y el cuestionamiento radical por algunos al rumbo que llevábamos. Lo que parecía ser un oasis, ajeno a los problemas que aquejaban a toda la región, de repente se incendió (literalmente), con un alto y persistente nivel de violencia. Con sorpresa, la mayoría nos dimos cuenta que no todos vivíamos en el mismo país o que coexistían varios países en uno.
Al estupor general inicial, se ha ido sumando la duda y desilusión, a medida que se deterioran las condiciones generales del país. ¿No reuníamos entonces las condiciones para ser el primer país latinoamericano en convertirse en desarrollado? ¿Vivimos una ilusión o fuimos víctimas de nuestra soberbia? ¿Podremos salir fortalecidos de este complejo momento? Sin duda que atravesamos un trance muy complejo y que definirá nuestra condición para bien o
mal en las próximas décadas.
Mientras tanto, ha quedado en evidencia lo que siempre fue obvio: somos parte integrante de América Latina y si pensábamos que íbamos en camino a una diferenciación radical, no ha sido el caso. Nos hemos dado cuenta de que nuestra institucionalidad, que creíamos de una densidad y fortaleza ajena a los avatares políticos, era mucho más frágil de lo que pensábamos. En estos meses hemos llegado a coexistir con un Estado que a ratos ha reunido las características de fallido, siendo incapaz de asegurar un orden público mínimo.
Nuestra economía que veía retroceder la informalidad (conforme a los estándares de país desarrollado), ha tenido un proceso de fuerte reversión, con un florecimiento del comercio ambulante y empleos y emprendimientos fuera del sistema. Y esa tendencia debiera acentuarse ante la incertidumbre de los próximos años.
Del excepcionalismo optimista que veníamos viviendo, hemos pasado a una fase de vulnerabilidad, que ha derribado muchas de nuestras percepciones de los últimos años. Pero siempre las crisis ofrecen una oportunidad, partiendo por un baño de realismo. De cómo evolucionemos, dependerá también el papel de este fenómeno que siempre nos ha rondado e influye en la dirección de los países.
Por lo pronto, compartimos los mismos graves problemas con nuestros vecinos y debemos integrarnos más con ellos para superar la difícil coyuntura que afecta a la región. En realidad, nunca nos fuimos. Somos latinoamericanos y querámoslo o no, nuestra suerte estará siempre asociada al contexto regional. Eso no obsta a que construyamos un futuro aportando desde nuestra propia particularidad.