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Actualizado el 24 de Noviembre de 2020

El día después de mañana

El desafío entonces es asegurar la supervivencia planetaria, respetando la libertad y dignidad de las personas. Es posible.

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Juan Pablo Glasinovic Vernon es Abogado

Hay coyunturas en la vida humana en que la prioridad es sobrellevar el presente. Todas las energías deben estar puestas en superar las turbulencias y problemas que a nivel personal y colectivo se atraviesan. El coronavirus es una de esas ocasiones, con la particularidad de que es mundial y simultáneo. Todos los seres humanos, sin distinción de sexo, origen y nacionalidad, estamos hoy expuestos a la posibilidad de morir por el contagio de la pandemia.

Como lo hemos podido apreciar en carne propia, esto ha generado una reacción en cadena, que como lo describí en mi columna “La posibilidad de una isla”, ha provocado una “insularización” del mundo, cerrándose las fronteras al movimiento de las personas. No habiendo vacuna para este virus ni remedio que lo prevenga o cure en el corto plazo, la medida más efectiva para reducir su propagación y la saturación de los servicios de salud, es la cuarentena. De pronto, buena parte del planeta hemos quedado encerrados en nuestros hogares, esperando que el fenómeno amaine y podamos retomar una vida normal. Pero, ¿cuál será la nueva normalidad?

A lo referido en mi anterior columna sobre las tendencias de cambio que vislumbro, post coronavirus, en materia la diversificación productiva, patrones de consumo, en el trabajo y en la cultura de negocios, la seguridad alimentaria y la cooperación internacional, quisiera agregar algunas reflexiones sobre la organización social y transformaciones políticas que podrían sobrevenir.

El catalizador de estas transformaciones inevitables, será en primer lugar la crisis económica general en desarrollo. La drástica interrupción y disminución de la producción de bienes y servicios, y consecuentemente del comercio, conllevará muy probablemente un explosivo aumento del desempleo y una contracción del gasto. Mientras más tiempo dure este estado de cosas, peor.

¿Será esta crisis más profunda que la conocida como subprime de 2008? No existiendo precedentes similares contemporáneos (por la simultaneidad y universalidad del fenómeno que no exime ninguna área geográfica) es difícil cualquier proyección. Pero si se trata de reflexionar a partir de casos que reúnen ciertas similitudes, tomaría el crash bursátil de 1929, que generó la primera hecatombe económica global.

Esa crisis, al igual que la situación actual, no tenía recetas de intervención ya probadas, y derivó en grandes transformaciones que marcaron el resto del siglo XX. Al respecto, me interesa abordar un tema que entonces fue el centro del debate y derivó en nuevos sistemas de gobierno y cambios económicos y, que hoy, sin duda se reproducirá. Me refiero al rol del Estado y su relación con el individuo.

Ante la catástrofe que sucedió al desplome bursátil de 1929, hubo ideologías que consideraron que la solución pasaba por un estado todopoderoso, que controlara la actividad económica, asegurando de esa forma el desarrollo y una mejor distribución de la riqueza. Esa fue la alternativa impulsada por el comunismo y el nazismo, que en los años 30s parecían demostrar la validez de su opción en la Unión Soviética y Alemania respectivamente, generando una rápida recuperación económica (en el caso soviético fue una aislación de los efectos de la crisis) y pleno empleo, fundados en la industrialización empujada por el Estado. Eso sí, el precio a pagar fue la libertad política y en otras dimensiones. Los regímenes instaurados desarrollaron un carácter totalitario, barriendo con todo lo que se conoce como la sociedad civil, dejando al individuo completamente a merced del Estado.

En la otra vereda, se situó la modificación del capitalismo respetando la libertad política. En Estados Unidos, el Presidente Franklin D. Roosevelt impulsó lo que se conoció como el New Deal, que implicó una mayor intervención del Estado en la economía, mediante un plan de obras públicas a gran escala y regulaciones de todo tipo para corregir los excesos del capitalismo anterior, y prevenir la repetición de la “Gran Depresión”. Esa misma línea fue adoptada por el economista británico John Maynard Keynes, quien desarrolló en los años 30s un modelo conocido posteriormente como el “keynesianismo”, que considera el gasto público en épocas recesivas para romper dicho ciclo.

Hoy nos encontramos en una encrucijada similar. Ante la magnitud de la crisis actual, ineludiblemente los estados serán los actores claves para la recuperación económica (o tal vez sea mejor referirse a transformación económica) y todos ya están poniendo en práctica la estrategia keynesiana de inyectar recursos en la economía. Pero nuevamente se abre la disyuntiva. Hay partidos y movimientos políticos que, al igual que en los años 30s, consideran que la combinación capitalista/democrática ya no es sostenible, ni social ni ambientalmente hablando, por lo que abogan por empoderar al Estado, tomando el control de los medios de producción y recrear o reformular una sociedad del bienestar y ecológica. A esto se le suma el componente tecnológico, que facilita el control social y por lo tanto la implementación de cualquier política pública. Este último aspecto ha estado en la palestra a propósito de la supuesta mayor efectividad para contener la pandemia de China y otros países del Este de Asia, que usan ampliamente la televigilancia y el big data para identificar y seguir a los enfermos (u otro objetivo).

Los argumentos que esgrimen para el cambio sistémico son válidos: la concentración de la riqueza y la desigualdad no hacen sino crecer, además de la depredación ambiental, a pesar del sustantivo mejoramiento de las condiciones de vida de la población mundial. La pregunta es, si la alternativa de procurar un bienestar igualitario a partir del Estado, puede terminar generando un totalitarismo más asfixiante que el que existió en los regímenes nazi y y comunistas del siglo pasado.

La otra vía es un “nuevo trato”, emulando lo que hizo preclaramente Roosevelt, ajustando los excesos de un sistema que efectivamente ya no es sostenible, otorgando al Estado un rol regulador importante. Pero, junto con la reforma del sistema de producción y consumo, urge reformar al Estado y la forma en que se relaciona con sus ciudadanos. Lo anterior para que sea un efectivo y legítimo articulador y arbitrador (y no el controlador de todo), promoviendo la cohesión social y el crecimiento sostenible, con pleno respeto de las libertades personales. Este desafío implica también perfeccionar el sistema democrático, asegurando mayor competencia en la elección de las autoridades, mejorando los canales de comunicación con la ciudadanía y asegurando una mayor transparencia en la toma de decisiones y su implementación, todo lo cual redundará en una mejor gobernanza.

En los próximos meses y años quebrarán innumerables empresas y corresponderá a los estados el papel principal en restablecer el crecimiento e incidir en su dirección. Será el momento en que se reavive el debate – actualmente subsumido por la pandemia – sobre qué tipo de sociedad queremos y seguramente, al igual que hace casi un siglo atrás, las decisiones que se tomen marcarán las próximas décadas. La diferencia es que, con el cambio climático en ciernes, el margen de maniobra y error es cada vez más reducido. El desafío entonces es asegurar la supervivencia planetaria, respetando la libertad y dignidad de las personas. Es posible.

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