Muerte y resurrección
Lo peor que nos puede pasar es que la pandemia no sea más que un paréntesis para volver al mismo patrón de conducta que teníamos antes de su aparición. El coronavirus no puede ser el árbol que impida ver el bosque, siendo este la catástrofe ecológica en ciernes.
Juan Pablo Glasinovic Vernon es Abogado
En circunstancias en que el mundo convive con una pandemia que va dejando su estela de muerte en todos los continentes y seguirá cobrando vidas, al menos mientras no se descubra una vacuna o un tratamiento eficaz, al mismo tiempo, la vida y su valor se manifiestan con fuerza por todas partes. Con el tiempo de nuestras frenéticas vidas suspendido, se nos ha abierto de oportunidad de meditar y aquilatar lo que hemos hecho y su sentido. De pronto somos conscientes de cuanto dependemos los unos de los otros, de nuestra fragilidad, pero al mismo tiempo de nuestra fortaleza si operamos unidos y con sentido de propósito, y, quizás lo más relevante, de como hemos estado destruyendo nuestro hábitat con modelos y estilos de vida insostenibles. Estas semanas en que buena parte de los seres humanos hemos visto reducido nuestra movilidad, hemos asistido a una explosión de manifestaciones de vida de la Naturaleza. Animales salvajes deambulando por las zonas habitadas, muchos no vistos en décadas, y un aire más puro, reflejado en imágenes satelitales de amplias zonas del mundo normalmente bajo una bruma tóxica de las emisiones industriales. También hemos apreciado la disminución del ruido, que día y noche nos afectaba con sus vibraciones.
La suspensión de nuestras actividades ha dejado en evidencia, en toda su magnitud, el impacto que generamos en nuestro planeta. Esta pausa forzosa ha sido aprovechada por la Naturaleza, para demostrar que la vida puede prevalecer sobre la muerte, si se le da la oportunidad.
Por primera vez desde la crisis subprime, las emisiones de carbono caerán este año, fundamentalmente por la reducción de la actividad industrial y del transporte. La demanda por petróleo solo ha caído 2 veces en los últimos 35 años y para los primeros 6 meses del 2020, se proyecta una reducción de al menos del 20%, alcanzando su precio promedio niveles no vistos desde mediados de los 70 del siglo pasado (menos de USD10 por barril en los pozos de Alberta, Canadá). Esto induce a la esperanza en muchos, de que es posible revertir la tendencia y cumplir con las metas de descarbonización de nuestras actividades, evitando el colapso climático en ciernes. Porque no debemos ni podemos olvidar que, tras el coronavirus, el riesgo más inmediato para nuestras vidas es el cambio climático y sus secuelas (sequías, hambrunas, desplazamientos poblacionales, incremento de enfermedades actualmente circunscritas a ciertas latitudes como el dengue, la malaria, la fiebre amarilla y la enfermedad del legionario, entre otros flagelos).
Pero como en todo, lo que hagamos ahora definirá si este paréntesis solo posibilitó el último aviso de la Naturaleza que desoímos, o, por el contrario, será el inicio de un cambio de rumbo profundo.
Hay señales mixtas. La inmovilización forzosa ha fomentado el uso de la tecnología para el teletrabajo, quedando en evidencia que en adelante no necesitaremos más carreteras, sino más banda ancha (y en consecuencia la infraestructura y la logística deberán adaptarse a ese nuevo esquema). El mundo digital acelerará su expansión e incidencia en nuestras vidas. Ello a su vez requerirá de mayor generación eléctrica para mantenerlo operativo. Actualmente el consumo eléctrico asociado a internet se estima en el 7% del total mundial y para el 2025 superaría el 20%. El creciente tráfico de datos, su velocidad y almacenamiento están empujando el consumo energético (paradojalmente muchos medios de prensa que pasaron de papel a digital gastan mucho más en energía). Esto representa un riesgo, pero también una oportunidad.
La oportunidad radica en el aumento, en la matriz energética mundial, de las fuentes renovables (solar, eólica, hidráulica, principalmente). Aunque todavía estas fuentes no aseguran mayoritariamente un suministro estable, se ha avanzado mucho en la capacidad de almacenamiento para cubrir los períodos muertos, además de su complementación con otros sistemas de generación. Y lo que hemos estado viviendo estas semanas, con una menor tasa de contaminación y conciencia de lo que podríamos recuperar, sumado a los correctos incentivos, podría ser un estímulo decisivo para terminar con nuestra dependencia de los combustibles fósiles.
Sin embargo, en este contexto vemos una doble amenaza. Por una parte, la caída de los precios del petróleo podría hacer inviable el desarrollo de muchos proyectos energéticos alternativos, prefiriendo los estados y los privados, en un contexto recesivo, asegurar el menor costo posible para su energía. Por otro lado, ya se ha articulado un poderoso lobby de países y compañías petroleras para estabilizar los precios y recibir apoyo fiscal en el caso de las últimas, lo que ha sido exitoso en muchos casos, desviando fondos que podrían ir precisamente a acelerar el cambio de matriz energética. En EEUU, el presidente Trump ofreció expandir las reservas estratégicas federales, captando petróleo de las empresas locales afectadas por la caída de los precios, de modo que puedan vender más adelante, en mejores condiciones. También dio su autorización para el discutido proyecto del oleoducto Keystone XL que llevará petróleo desde la Provincia de Alberta en Canadá al Golfo de México.
En China, país cuya matriz energética depende fundamentalmente del carbón y consume el 50% de la producción mundial, el gobierno estaría considerando construir más centrales térmicas para estimular la recuperación económica y hacer frente a su permanente incremento del consumo energético. Esto haría imposible el ya muy difícil objetivo de reducir el consumo de carbón en la producción eléctrica en 80% por debajo de su nivel durante el 2010, antes del año 2030.
El debate social y político debiera centrarse en la alternativa de desarrollo que nos ha dejado entrever la crisis del coronavirus. Ello requerirá, con sentido de urgencia, profundizar medidas de la agenda para mitigar el cambio climático, como incentivar el desarrollo de las energías renovables, cambiar hábitos alimenticios, transformar las técnicas constructivas con materiales de menor huella de carbono (el acero y el cemento generan altísimas tasas) y mayor eficiencia energética, pero también explorar nuevas recetas, especialmente en materia de políticas públicas. Acá hay un espacio muy relevante para empujar cambios que, junto con aumentar la cohesión social y el bienestar general, permitan una actividad más sustentable. Sin embargo, todas estas transformaciones no serán posibles sin una participación amplia, que dé legitimidad al proceso de adopción de decisiones y su implementación, acentuando el sentido de un destino compartido e interdependiente. Por ello es aún más relevante la preservación y perfeccionamiento del sistema democrático y el fortalecimiento de su institucionalidad. Otras alternativas de gobierno, muy probablemente no serán capaces de empujar los cambios que se requieren, fortaleciendo más bien el statu quo.
Lo peor que nos puede pasar es que la pandemia no sea más que un paréntesis para volver al mismo patrón de conducta que teníamos antes de su aparición. El coronavirus no puede ser el árbol que impida ver el bosque, siendo este la catástrofe ecológica en ciernes
En momentos de dolor y muerte, vemos también la posibilidad de una resurrección para una vida mejor. No la podemos dejar pasar.