Plebiscito y pandemia: cuando el cambio constitucional es más importante que nunca
Diego Verdejo Cariaga es Sociólogo. Secretario ejecutivo Dirección General de Vinculación con el Medio Universidad de Playa Ancha
El domingo 26 de abril del año 2020, en Chile íbamos a ser millones las personas que acudiríamos a las urnas, buscando votar la reforma más radical que nuestro país ha experimentado en los últimos 30 años.
El cambio de la Carta Magna, a través de mecanismos como la asamblea constitucional, ha sido una demanda que los movimientos sociales han levantado hace una importante cantidad de años. Sin embargo, en octubre del año pasado, el pueblo entero, de manera autoconvocada y libre de liderazgos añejos, salió a las calles para exigir el fin de la constitución de Pinochet.
Pero es necesario considerar que el devenir del mundo es incontrolable e impredecible, y en un contexto de sociedad mundial, caracterizado por la híper-globalización, el cambio de planes está a la orden del día.
Mientras la movilización social chilena no cesaba, a pesar del bullado acuerdo por la nueva constitución firmado por una clase política sumamente deslegitimada, los noticiarios informaban del incipiente brote de un particular virus en la ciudad de Wuhan, China. Se trataba del SARS-CoV-2, popularmente conocido como COVID- 19.
El 3 de marzo, el Ministro de Salud, Jaime Mañalich, comunica que en territorio nacional ya teníamos un primer caso de contagio, una persona de 33 años que estuvo de viaje por el sudeste asiático. Sin embargo, las alertas se encendieron cuando el jefe de cartera manifestó su preocupación frente a la realización del plebiscito que permitiría el cambio constitucional.
A partir de estas palabras, surgió la preocupación en una cantidad importante de personas que sospechamos del uso político que el gobierno -y toda la fauna conservadora que habita en este país- daría a la enfermedad (cabe destacar que durante esa semana, el virus aún no había causado los estragos que hoy podemos ver en una parte considerable del globo).
En la segunda semana de marzo, el COVID-19, principalmente en el continente europeo, adquirió un carácter sumamente agresivo, lo que se tradujo en el contagio y muerte de miles de personas. Lo anterior cambió completamente el escenario en nuestro país, las autoridades comenzaron a hacer llamados de precaución a la población, a evitar el contacto social innecesario y a decretar el cierre de escuelas y colegios.
A pesar de la notable descoordinación y de la falta de ímpetu de las medidas tomadas por el gobierno de Sebastián Piñera, parecía que había cierto interés en resguardar la salud de la población. Caímos en la trampa.
Quienes nos movilizamos por el cambio constitucional, lo hicimos bajo la férrea creencia de que la vida no puede quedar supeditada al mercado y sus leyes, y que los derechos sociales deben asegurar el desarrollo íntegro de las personas. A partir de ese presupuesto y mirando el contexto internacional, si queríamos ser consecuentes con nuestro aprecio a la vida, no había otra posibilidad más que aplazar la fecha de votación y detener completamente las manifestaciones de carácter presencial y masivo. Finalmente así sucedió.
Sin embargo, en las últimas semanas, las declaraciones públicas de distintas autoridades de gobierno nos han permitido ver la realidad. La sospecha que tuvimos en un principio, la desconfianza en una clase política que desde “el retorno a la democracia” no ha hecho otra cosa que perpetuar los privilegios de la clase dominante, era completamente fundada.
Sin siquiera haber llegado al esperado peak de contagio, desde el Ministerio del Interior se oficia a los y las funcionarias del sector público a retornar a sus lugares de trabajo.
Por otro lado, el Ministro de Educación busca a toda costa que los y las niñas vuelvan a las salas de clases, como si lo relevante del proceso educativo fuese cumplir con un determinado número de horas, mientras que el Presidente llama a volver a una “nueva normalidad”, y con ello a activar el protocolo para la re-apertura del comercio.
En conclusión, las medidas que se comunicaron en el mes de marzo nunca tuvieron por propósito proteger a la población chilena del contagio, las medidas tomadas fueron para proteger a la elite, la única que podría ser perjudicada ante el inminente cambio constitucional.
Partí este pequeño escrito indicando la imposibilidad de predecir y controlar el devenir del mundo, probablemente esa sea la única certeza con la que podemos contar en la sociedad contemporánea. Sin embargo, lo que si podemos hacer es aprender de nuestros errores.
El avance y forma que tomará la pandemia es completamente incierto, no tenemos el modo de saber cuáles serán sus consecuencias o qué tan malo será el escenario en 7 meses más.
Lo que sí sabremos, es que aún estaremos bajo un gobierno perverso, que está más preocupado de la economía que de la vida de quienes habitan este país.
Si nos vemos en la obligación de volver a cambiar la fecha del plebiscito, que sea una decisión impulsada por quienes fuimos protagonistas de las movilizaciones, y no por el acuerdo entre diputados, senadores, presidentes de partidos políticos y autoridades de gobierno. No podemos volver a creer en la demagogia de estas personas.
El arribo de la pandemia a nuestro país ha develado, más que nunca, la necesidad de cambiar la Constitución. La protección del patrimonio de las AFP y la nula posibilidad de los y las afiliadas a disponer de manera libre de sus propios ahorros, exige un sistema solidario de pensiones. El endeudamiento que hoy experimentamos miles de jóvenes, por financiar nuestros estudios a través de créditos bancarios, exige la implementación de un sistema de educación gratuito y de calidad.
Los horrores que diariamente vemos en los hospitales públicos, que la posibilidad de vivir o morir dependa exclusivamente del poder adquisitivo, exigen la creación de un nuevo sistema de salud pública. La creación de leyes de apoyo al empleo, que terminan protegiendo a las grandes empresas del retail con vocación de pyme, exige una nueva forma de entender el resguardo social de las personas trabajadoras.
Todo lo anterior, es sólo la punta del iceberg para exigir un cambio constitucional radical.