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Actualizado el 24 de Noviembre de 2020

¿Derecho a la empatía?

"¿Merece una persona ser beneficiaria de empatía a todo evento? ¿Aún cuando se trate de seres capaces de hacer daños irreparables a sus semejantes?".

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Yasmin Gray es Abogada Universidad del Desarrollo

La reciente crisis tanto social como sanitaria ha provocado que la palabra “empatía” sea uno de los tópicos más repetidos en el debate actual. Son innumerables las aseveraciones y opiniones que se hacen en su nombre (“qué falta de empatía la tuya…” “al menos yo tengo empatía…”), y la relevancia que ha alcanzado dicha palabra ha sido tal que su pronunciación ha llegado a considerarse casi algo sagrado, so pena de repudio colectivo si se osa cuestionar su atingencia.

Desde el significado que la Real Academia Española le concede al vocablo empatía, el cual es 1. Sentimiento de identificación con algo o alguien. 2. Capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos., no es difícil darse cuenta de que, obviamente, estamos frente a la descripción de un fenómeno noble y que despierta añoranza de su abundancia. Y también que las definiciones rectoras del término, es decir, sentimiento y capacidad, dejan en claro que la naturaleza de la empatía está lejos de ser algo uniforme y objetivo, tal como pretenden los emisores de los juicios donde la empatía es elevada a algo cuya categoría esencial debe ser considerada por todo miembro de la sociedad como un mandato inobjetable. Es más, no han faltado, incluso, quienes postulan directamente que la empatía debería estar consagrada como valor nacional y universal.

De este modo, si la empatía es un sentimiento, ¿cómo podemos exigir a los seres humanos desarrollar un sentimiento, especialmente si se espera que vaya dirigido hacia todos, incluidas personas o grupos de personas que, por cuyos actos o características, difícilmente sean merecedoras de otros sentimientos que no sean negativos? Y si es una capacidad, ¿cómo podemos exigir dicha capacidad a quienes por uno u otro motivo, simplemente no pueden desarrollarla? Y no se trata de obviar por completo la empatía, la que, desde luego, es algo absolutamente deseable sobre todo en contextos de tragedias o de situaciones que sobrepasan por mucho la capacidad de resistencia de la esencia humana, como puede serlo la muerte repentina de un ser querido o recibir una agresión injustificada, sino de desprenderse del que, a estas alturas, es prácticamente otro constructo social en que nos han introducido sin preguntarlo.

¿Merece una persona ser beneficiaria de empatía a todo evento? ¿Aún cuando se trate de seres capaces de hacer daños irreparables a sus semejantes? Frente a ello se podrá pensar que la esencia de la humanidad es actuar con piedad y benevolencia siempre -bajo el célebre adagio “haz el bien sin mirar a quien”- pero en realidad esa es una enseñanza más propia de la cultura judeocristiana que del humanismo en sí. El humanismo no tiene por qué ser sinónimo de forzar abnegaciones absurdas como la preocupación por el bienestar de personas que simplemente, en atención a actos anteriores contra otros, no tendrían por qué merecerlo, siendo claro ejemplo de ello quienes han maltratado con saña a sus familias, abusado de mujeres y niños o cometido otros crímenes aberrantes contra personas. Cuando se extrapola la supuesta necesidad de manifestar empatía por toda la sociedad, se tiende a olvidar que “toda la sociedad” incluye a personalidades cuya trayectoria relacional ha significado más perjuicios que daños a otros. Por ende, el pretender que la empatía sea un valor elevado a la categoría de absoluto atenta contra el bienestar individual y es, además, desconocer la realidad, dulce pero también amarga, de los vínculos humanos.

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