Crimen organizado y COVID19
Juan Pablo Glasinovic Vernon es Abogado
Como expresa el dicho, “a río revuelto, ganancia de pescadores”. En estos tiempos complejos y con los efectos disruptivos de la pandemia en todas nuestras actividades, y su secuela generalizada de desempleo y empobrecimiento, vemos sin embargo que algunas actividades prosperan. Una de ellas es el crimen organizado, fenómeno que ha tenido un vertiginoso desarrollo en paralelo a la globalización, y que no obstante el cambio radical de contexto impuesto por el COVID19, parece estar adaptándose bien a las circunstancias, e incluso sacando ventajas para cuando cesen las restricciones a los desplazamientos.
Si bien es cierto que el cierre de fronteras y las medidas excepcionales de cuarentenas forzosas han significado una traba a un abanico de negocios tradicionales de los grupos criminales, como el tráfico de drogas, personas y armas, la extorsión, el contrabando y el comercio de productos piratas, entre otros, también se han abierto otras oportunidades. Entre estas últimas, se encuentra el vacío que están dejando los estados en su cobertura social y territorial, los que están siendo copados por las mafias en muchos lugares, las que se constituyen en autoridades y prestadores de servicios y garantes del orden en barrios e incluso en territorios más amplios. La expansión del uso de los servicios digitales en estos meses también ha sido aprovechada, experimentándose un auge de delitos cibernéticos.
Todo el esfuerzo de cooperación multilateral, sostenido por décadas, para hacer frente a la criminalidad organizada, ha pasado a segundo plano desde la aparición del coronavirus. En el “sálvese quien pueda” imperante, las prioridades gubernamentales han sido la salud de la población y la mitigación de los efectos económicos. La labor policial ha estado enfocada principalmente a velar por el respeto de las medidas de aislamiento y contener actos que alteren el orden requerido, o que afecten aspectos vitales como la distribución de insumos y alimentos. Todo el resto ha quedado básicamente en suspenso. En ese limbo, el monstruo de mil cabezas no descansa, buscando nuevas oportunidades y tanteando las flaquezas del Estado y de la sociedad civil.
En América Latina el panorama es particularmente preocupante. Los carteles de la droga se han convertido en una combinación de consorcios empresariales, con verdaderos estados al interior de los países. Los negocios lícitos, adquiridos y alimentados por sus ingentes e incesantes ingresos ilegales, no paran de expandirse, generando prosperidad o la ilusión de la misma, y creando dependencia por su impacto en materia de empleo, tributos y control de empresas en áreas claves para la economía. El desarrollo de estos sofisticados imperios económicos, donde todo pareciera regirse por las leyes del mercado y las regulaciones nacionales e internacionales, se sustenta en última medida en la fuerza de verdaderos ejércitos. Estos protegen las operaciones ilícitas y a sus líderes, destruyen a quien no se doblega y amedrentan al resto. Lo que no se puede corromper, se elimina. Esto se conoció alguna vez como “plata o plomo” y lamentablemente sigue plenamente vigente en cada vez más lugares.
En las grandes urbes latinoamericanas, el narcotráfico ha ido tomando el control de los barrios marginales. Si ahí la acción del Estado apenas llegaba con anterioridad, una vez instalado el narco, su control ha pasado a ser casi total. Ellos imponen el orden y son el principal empleador. Cobran tributos e imparten justicia. Incluso aseguran la distribución de alimentos e insumos cuando es necesario. Esto se ha ido replicando en casi todos nuestros países, ante la impotencia de muchos gobiernos, pero lo que es peor, a vista y paciencia de las autoridades de otros. Y cuando el Estado ha tratado de reaccionar recuperando el control, en general ha sido tarde. Esas zonas se han convertido en territorios hostiles, donde tan pronto se retiran los contingentes de seguridad e incluso los militares, vuelve a imponerse el control criminal. Recuperar esos territorios de las garras del narco exige un trabajo multidimensional y sostenido por varios años.
En estas semanas hemos podido apreciar la capacidad de organización y la resiliencia de estos grupos criminales. Son ellos los que, en muchas zonas marginales, donde se concentra la pobreza, han distribuido alimentos, medicinas, mascarillas, jabón y desinfectantes. También son ellos los que han impuesto toques de queda y castigado a los comercios que han subido sus precios.
Ante la profunda recesión económica en desarrollo, es pertinente prever el aumento de la pobreza y de la precariedad, terreno fértil no solamente para la inestabilidad política, si no también para la expansión del crimen organizado y su influencia social y política. Tuvimos algunos atisbos de esto durante el denominado “estallido social” y el rol de narcos en la movilización de grupos violentos y los intentos de erradicar a la policía de ciertas poblaciones.
Por eso es fundamental no bajar la guardia y estar atentos a los intersticios por los cuales se está colando la actividad criminal hacia nuevas áreas y espacios. Ello ha quedado por ejemplo en evidencia en los recientes decomisos de insumos y equipos médicos, en circuitos del mercado negro (muchas veces falsificados y sin cumplir con los estándares). Pero siendo el enemigo tan poderoso, está claro que se requiere de la cooperación internacional y esta debe reactivarse y convertirse en una de las prioridades de la política exterior, al menos en los países de nuestro hemisferio.
No es casualidad que en la reciente “Primera encuesta – Percepciones sobre política exterior y seguridad nacional” de Ipsos y AthenaLab, la primera prioridad en Chile para el segmento población en general en materia de objetivos de política exterior, es combatir el narcotráfico. 86% de los encuestados evaluó esto como “muy importante” mientras el 11% lo consideró como “algo importante” (como referencia, el segmento expertos en política exterior puso este objetivo en el quinto lugar).
Esto sin duda es una señal muy potente desde el ciudadano promedio, y refleja que el fenómeno del narcotráfico está permeando a toda la sociedad. Ya nadie cree que la droga es un asunto secundario localmente, que involucraría a pocos y en operaciones hacia terceros países, además de un grupo de “angustiados” circunscritos a ciertos barrios.
En la configuración de la nueva arquitectura internacional y regional, no puede haber retroceso en el difícil camino recorrido hasta ahora en materia de lucha contra el narcotráfico. Lo que está en juego es demasiado importante. Nada menos que la viabilidad del Estado de Derecho e incluso la subsistencia de nuestros estados.
Quienes han criticado la evolución de la globalización por su dinámica predatoria, tienen razón. El narcotráfico como una de las principales expresiones del crimen organizado, es una de las máximas amenazas predatorias.
Los chilenos lo tienen claro. ¿Nuestras autoridades también?