Democracia participativa: una salida a la crisis de representación
"Dar protagonismo al ciudadano común, sacándolo de la tutela del representante, puede ser una fórmula que nos saque de un clima altamente crispado de la clase política chilena".
Juan Pablo Glasinovic Vernon es Abogado
La democracia, que Winston Churchill describía como “la peor forma de gobierno, excepto todas las otras formas que se han probado de tiempo en tiempo”, está pasando por un período complejo y turbulento a nivel global. En la mayoría de los países que cuentan con sistemas democráticos, los órganos de representación están cuestionados por sus sociedades, por no cumplir adecuadamente con su rol. En resumen y abstrayéndonos de las particularidades de cada cultura política, estas críticas apuntan a una creciente desconexión entre los representantes y los representados. Estos últimos perciben que sus mandatarios anteponen su agenda a las necesidades del conjunto, y que los mecanismos e instituciones existentes estarían cooptadas por la clase gobernante, y que por lo tanto no logran hacer valer su real voluntad. Esta percepción se ve acentuada por una tendencia a la atomización de nuestras sociedades, donde el abanico de intereses y requerimientos es cada vez mayor, y por lo tanto difícil de traducir en políticas públicas. Por último, hay un tema de calidad de liderazgo que es transversal, y que tal vez queda en mayor evidencia por el mejor nivel de educación de los gobernados, entre otros factores.
Todo lo anterior se ha traducido en la desvalorización y pérdida de legitimidad de la democracia, potenciándose las tendencias autoritarias y populistas de izquierda y derecha. El diálogo y la transacción para acomodar la voluntad de la mayoría con el respeto de la minoría, han sido erosionados con posturas maximalistas e intolerantes, que en la práctica propugnan el gobierno absoluto de la mayoría (aunque sea circunstancial o simplemente fraudulenta).
Ante situaciones de crisis multidimensional como la que estamos atravesando (pandemia, recesión, calentamiento global, etc.), muchos apuntan también a la falta de eficacia y rapidez de la democracia para dar respuestas, en contraposición a regímenes autoritarios y tecnocráticos.
El mayor riesgo para la democracia, sin embargo, radica en la pérdida de convicción en el sistema, y su desfondamiento a partir del control de sus órganos por personas que no creen en ella.
Aunque la coyuntura actual es complicada y todos los índices apuntan al debilitamiento democrático, no será la primera ni la última vez que ello suceda. Baste mirar la experiencia histórica global y regional.
Teniendo un diagnóstico general claro, ¿cómo revitalizar la democracia? La clave está en la participación ciudadana. Esta es el motor y corazón de la democracia. Sin participación, el poder termina capturado por facciones y castas. Solo una ciudadanía empoderada y movilizada es capaz de hacer que sus representantes cumplan su función.
El término democracia participativa surgió en la década de los 60s en EE.UU. de la mano de los estudiantes universitarios, ante la percepción del mismo problema. Básicamente el concepto es que el ciudadano debe ser el centro del sistema democrático, y que una participación más activa en la vida política es el único antídoto a la crisis de representación.
Pero como siempre, la dificultad está en generar y mantener esa participación. Por eso los cientistas políticos explican la prevalencia de la variante de la democracia representativa, al restarse la mayoría de la población de un involucramiento activo. Quienes favorecen una democracia participativa, argumentan con razón que se debe romper con la lógica de la representación (que termina reduciendo la participación ciudadana a lo electoral) y considerar todo tipo de participación social.
Producto de este proceso global, los sistemas democráticos han ido incorporando elementos que canalizan y facilitan esa participación. Entre los más conocidos están los plebiscitos y referendos, las iniciativas ciudadanas de ley, los jurados, los procesos de consulta a la comunidad en temas municipales y otros, presupuestos y cuentas públicas participativos, etc.
Aunque esto ha abierto instancias muy valiosas, su impacto sigue siendo acotado y no ha logrado revertir la crisis de legitimidad. La razón principal pareciera ser que estos mecanismos en esencia no han afectado el poder del representante, quien no tendría los incentivos suficientes para responder a sus electores, más allá de los hitos electorales.
Atendida entonces la experiencia internacional, ¿es ilusorio pensar en una democracia participativa más allá de un involucramiento ciudadano mayor en la estructura del sistema representativo? O planteándolo de otra forma, ¿la única vía para ese propósito es generar más competencia y hacer compartir a los representantes el poder con instancias ciudadanas?
Sin pretender dar respuesta a este debate, creo relevante destacar algunas iniciativas y tendencias del último tiempo, que dan luces de cómo es posible revitalizar la democracia. La lógica detrás de ellas es la recuperación de un concepto que ha sido relegado a la abstracción, y que tiene su origen en la democracia griega: la igualdad de los ciudadanos. Esta ha quedado básicamente reducida a la fórmula “una persona, un voto”, pero en Grecia implicaba que todos compartían la responsabilidad del gobierno. Y siendo iguales, su forma de elección era el sorteo. Así todos pasaban por la calidad de gobernantes y gobernados, y el sistema se sostenía por la visión de que la ciudadanía implicaba un conjunto indivisible de derechos y deberes.
Bajo ese prisma, los islandeses iniciaron desde la base una reforma constitucional. En el año 2009 convocaron por sorteo a 1200 ciudadanos de todo el país, a los que se sumaron 300 por invitación, dentro de los cuales había empresarios, parlamentarios, autoridades y representantes de ONGs. Todos fueron reunidos en un solo día en la capital en 162 grupos de 9 personas, abordando categorías predeterminadas. De todo quedó acta y las conclusiones de cada grupo fueron sistematizadas y publicadas para el conocimiento nacional (hay un parecido en el proceso de los cabildos para la reforma constitucional impulsados durante el gobierno de Bachelet). Al año siguiente, nuevamente por sorteo, pero esta vez agregando la paridad de género, se seleccionaron 1000 personas para definir los valores que debían sustentar la nueva constitución. El trabajo se desarrolló en una jornada, con seguimiento en tiempo real a nivel nacional. Esto derivó en un documento ordenado y compilado por un grupo de constitucionalistas. Posteriormente, por ley se refrendó que la asamblea constituyente de 25 personas (electa) debía obligatoriamente atenerse a los lineamientos indicados en este ejercicio de base.
Es interesante notar que cuando el proceso fue tomado por el parlamento y se encauzó exclusivamente bajo su tutela (en la práctica vetó hasta hoy el texto emanado de la asamblea constituyente con normas que elevaron las condiciones de aprobación), el interés y la participación ciudadana declinaron dramáticamente. Hay fundamento para indicar entonces que cuando los ciudadanos perciben que sus aportes no se traducen en los cambios que esperan, decae la participación y aumenta la desconfianza en el sistema y sus representantes.
Para quienes consideren que Islandia es un caso de laboratorio por su baja población y homogeneidad, es interesante mencionar la experiencia en Francia (aunque en este caso las medidas fueron tomadas desde el gobierno) derivada del fenómeno de los “chalecos amarillos” que estalló en 2018. Ante esa expresión de descontento social, el Presidente Macron tomó varias iniciativas, todas ellas apuntando a fortalecer la participación. La principal fue la convocatoria a un gran debate nacional (que se extendió en todos los municipios), para repensar la organización político-administrativa del país y definir las prioridades nacionales. Sus conclusiones fueron presentadas al país por el Primer Ministro el año pasado, y se tomarán como insumos para diversos cambios (según lo dicho oficialmente).
Una de las prioridades emanadas de este debate fue el medio ambiente. El Presidente Macron convocó en el 2019 a una “convención ciudadana para el clima” cuyo mandato es definir las medidas concretas que Francia deberá adoptar para rebajar en 40% sus emisiones de gases de efecto invernadero (respecto de 1990) antes del año 2030. 150 ciudadanos fueron seleccionados por sorteo (según suscripción telefónica para asegurar una representación nacional). Sus propuestas serán presentadas públicamente al país a fines de junio. Macron se comprometió a remitirlas “sin filtro” al parlamento o someterlas a referendo según el caso, y las que sean materia de actos administrativos, aplicarlas directamente.
Los casos reseñados muestran la extensión de la democracia participativa al ámbito nacional, demostrando que ello no solamente es posible, sino urgentemente necesario.
Dar protagonismo al ciudadano común, sacándolo de la tutela del representante, puede ser una fórmula que nos saque de un clima altamente crispado de la clase política chilena, que en mi opinión más que representar el sentir social, exacerba el conflicto en perjuicio del país.
Hay que confiar, como los griegos de antaño, que todos los ciudadanos tenemos las herramientas para servir como gobernantes, y no solo como gobernados.