El debate de las embajadas
"Esto se corrobora con un involucramiento cada vez mayor de la sociedad civil, en temas que hasta no hace mucho estaban circunscritos a un círculo pequeño de actores".
Juan Pablo Glasinovic Vernon es Abogado
Hace unos días, el Ministerio de Relaciones Exteriores anunció el cierre de 5 embajadas, aduciendo razones de reorganización estratégica y de ahorro fiscal, ante la compleja coyuntura económica que vivimos. Las embajadas que cerrarán antes de fin de año son las de Dinamarca, Rumania, Grecia, Argelia, Siria.
Según el mismo Ministerio de Relaciones Exteriores, esta decisión es el resultado de un análisis encargado hace un año por el ministro de Relaciones Exteriores, Teodoro Ribera, a la Dirección de Planificación Estratégica (DIPLANE), para evaluar las misiones diplomáticas en el extranjero sobre la base de ciertos criterios como relevancia política, relaciones culturales, capacidad de innovación y desarrollo de las naciones respectivas y vinculaciones comerciales que podrían desarrollarse.
Como parte de la reorganización, se informó en una primera instancia que se reforzarán las misiones de Bruselas (Unión Europea), Viena (Naciones Unidas) y diversas embajadas en el Indo Pacífico. Asimismo, se mencionó que el ahorro fiscal ascendería a entre “3 a 4 mil millones de pesos”. Para tener un orden de magnitud, el presupuesto fiscal asignado a la Cancillería en el 2020 asciende a $91.686.833.000 y USD190.313.000 (para cubrir remuneraciones y gastos asociados a las misiones en el exterior), lo que conjuntamente representa solo el 0,6% del presupuesto del Estado.
Esta decisión ha causado revuelo, generando una andanada de críticas desde el Congreso, de ex embajadores y especialistas en relaciones internacionales, así como de académicos. Estas críticas a su vez han reavivado el debate que se viene dando en los últimos años, y particularmente desde que asumió el Presidente Piñera, sobre la naturaleza y prioridades de nuestra política exterior. El punto álgido de esta discusión, que tuvo inédita repercusión mediática (lo que no ha sido la constante de la política exterior salvo episodios usualmente acotados al ámbito vecinal), se alcanzó durante la etapa de ministro de Roberto Ampuero. Las decisiones del gobierno de no suscribir el Pacto Migratorio de la ONU ni el Acuerdo de Escazú, junto con el activismo de Chile dentro del Grupo de Lima y el viaje presidencial a Cúcuta (Colombia) apostando a derribar al régimen de Maduro, generaron una agria disputa y acusaciones al gobierno de erosionar gravemente el carácter de política de Estado que debe tener la política exterior. A tal nivel llegó la discusión, que el Senado convocó a unas sesiones especiales con el ministro para discutir la política exterior del país. Al final, sus diferencias con parlamentarios y con la mayoría de los ex cancilleres, entre otros factores, terminaron gatillando su remoción en el contexto de un cambio de gabinete en junio del año pasado.
La mayor visibilidad, ante la ciudadanía, de los temas internacionales y de nuestra política exterior, es algo muy positivo e implica un reconocimiento a su importancia. Esto se corrobora con un involucramiento cada vez mayor de la sociedad civil, en temas que hasta no hace mucho estaban circunscritos a un círculo pequeño de actores. Baste ver la movilización que generaron los tratados multilaterales mencionados no suscritos, así como durante el proceso de aprobación en curso del CPTPP o TPP11 (aún en el Senado).
También es positivo y muy necesario el debate sobre nuestra política exterior, especialmente en un contexto de transición desde un orden internacional que se debilita aceleradamente, hacia otro que es aún incierto. En esta coyuntura, es imperioso replantearse los fundamentos y herramientas de nuestra política exterior, sin vetar a priori ningún tema. El hecho de venir haciendo las cosas de determinada manera, no puede ser un argumento para continuar con más de lo mismo. El mundo está cambiando profundamente y requiere un especial esfuerzo de adaptación de todos.
En esa perspectiva creo que debe insertarse el debate del cierre de las embajadas. Lamentablemente, el torpe manejo del tema desde el Ministerio de Relaciones Exteriores, ha significado una mala partida de un proceso de diálogo para una política exterior acorde a los tiempos.
El ministro Teodoro Ribera, con mayor muñeca política que su antecesor, había estado tendiendo puentes para ampliar la discusión de nuestra política exterior y consensuar nuevas definiciones, lo que se vio reforzado por la ley que reformó a la Cancillería. A fines de abril del presente año se constituyó el Consejo Asesor de Política Exterior, que congrega un amplio abanico de personalidades con influencia pública. Este Consejo tuvo su primera sesión el 28 de mayo. En mayo el ministro se había también reunido con los ex cancilleres. Una semana después del último encuentro, sin haberse conocido previamente por ninguna de las instancias mencionadas (según lo reportado en la prensa), se informó de la decisión de cierre de las embajadas.
Como era de esperar, esto generó molestia. Una determinación de esta naturaleza necesariamente debiera responder a un proceso participativo de reflexión y discusión, lo que no ocurrió. ¿Para qué entonces tener un Consejo Asesor?, ¿dónde está la política de Estado?, ¿qué sigue ahora?
Es de esperar que este evitable tropiezo en la forma (no me puedo pronunciar sobre el fondo al desconocer el contenido del estudio de DIPLANE), no altere el debate de fondo: ¿cuáles deben ser las prioridades y objetivos de nuestra política exterior? Y en función de ello, ¿cuáles son las mejores herramientas para avanzar hacia ellos?
Paradójicamente y aunque no haya sido la intención inicial, esta podría ser la oportunidad para asumir en propiedad este debate. Por mi parte, a partir de este episodio concreto, aprovecho de compartir algunas reflexiones para esa necesaria discusión de fondo.
Las embajadas son una herramienta importante en la relación entre los países, pero no la única. Su apertura y mantención debe responder a una serie de factores, los que son dinámicos. Salvo las principales potencias, el resto de los países no tiene misiones en todas las naciones. Esto tanto por razones de interés nacional, como presupuestarias. En el caso de Chile, tenemos relaciones diplomáticas con 171 países, pero embajadas residentes solo en 65. Y es lógico, porque con muchos estados no hay vínculos sustantivos, y además la relación con ellos se puede desarrollar en otras instancias como los organismos multilatetrales.
Si nos atenemos al intercambio que sostenemos en los diversos ámbitos (político, económico, cultural), indudablemente que nuestras prioridades geográficas están en nuestro continente, Europa (en torno a la UE) y el Indo Pacífico. Con recursos limitados y bajos (0,6% del presupuesto estatal) y sin perspectivas de incrementos inmediatos (más bien reducciones), es indispensable optimizar nuestras herramientas. Por eso es necesario evaluar las estructuras que tenemos y alinearlas con las prioridades.
En términos genéricos no tengo dudas que es necesario racionalizar la distribución de nuestras misiones y funcionarios, y es posible que varios de los cierres anunciados sean plenamente justificados en función de la densidad del intercambio existente y su proyección. El tema es que ello responda a un diagnóstico claro y compartido, así como a una estrategia también consensuada.
Espero que, a partir de este desafortunado episodio, se abra una puerta para abordar en forma seria y plural los desafíos internacionales que deberá enfrentar el país en los años venideros y la mejor forma de resguardar el interés nacional. Solo así estaremos construyendo una política de Estado.
Y si me permiten una última opinión, creo que desde el término del gobierno del Presidente Lagos no existe un proyecto claro en materia de política exterior y del rol que Chile puede y debe jugar internacionalmente. Se hace entonces doblemente necesario y urgente revisar los fundamentos de nuestra acción externa y consensuar una nueva estrategia.