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Actualizado el 24 de Noviembre de 2020

La desigualdad no es sólo una palabra

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Modesto Gayo es Académico Escuela de Sociología UDP

La desigualdad no es una palabra cualquiera. Es una que divide a quienes padecen la violencia en los barrios deprimidos de quienes disfrutan los cafés en los bulevares elegantes; a una expectativa de una vida elegida y la condena de una pobreza transmitida; al disfrute de las calles del encierro en hogares húmedos, y a menudo también a la vida de la muerte.

Quizás son las derrotas históricas del igualitarismo, conducentes a baños de sangre cíclicos por ejércitos que reclutan manos en hogares humildes y son conducidos con frialdad por aliados del capital, lo que nos obliga a olvidar una causa que permanece aparentemente invisible, endémica como esta pandemia que quiere perdurar.

La desigualdad es un cáncer social para las mayorías, oprimidas en un sistema que canta los grandes logros de los hijos de las familias acomodadas, residentes de barrios en los que la vida parece florecer simplemente como un elogio a la suerte de estar ahí, ajenos de forma natural a los horrores de otras partes de unas ciudades que alejan a las personas como si fuesen de otro país.

Es ilustrativo que ahora el Primer Ministro británico, Boris Johnson, hace un canto de los logros de los equipos de investigadores con la denominada vacuna de la Universidad de Oxford, pero qué es Oxford sino el epítome de la gran obra del elitismo del país que dejó de ser imperio a mitad del siglo XX, triunfo aprovechado para fortalecer su profundo clasismo histórico. Conservadurismo subido a lomos de vacunas, pues este drama también es un juego de vencedores y vencidos.

Quizás es la incapacidad de los dispositivos estadísticos y académicos de comunicar la imposibilidad colectiva de construir un futuro para todos. Números y palabras muchas veces abstractas que, como la desigualdad, navegan en documentos de lectura procelosa y cifras alejadas de la educación de una persona “promedio”. Pero el dato juega también otro papel: registrar lo que sucede, para conducir aparentemente una realidad sobre la que no existe una motivación genuina de cambio desde arriba.

La burocracia duerme sobre los documentos que genera, en un sueño dulce propio del que sabe que la rueda siempre girará en la misma dirección, como una burla de aquél que estuviese esperando a las puertas del cambio que siempre viene y nunca llega, al modo de un horizonte de sentido tan necesario como imposible.

Liberalismo parlamentario, fascismo, dictadura y democracia pasan delante de ojos de ciudadanos que parecen sentados en las butacas que la historia les cedió, al ritmo de vidas que transcurren como espectadores anónimos, sin rostro y sin palabra. Y en todos los episodios de la serie, en este culebrón venezolano, el rico siempre es el mismo chico rubio y la Cenicienta la misma joven humilde que está para ser salvada del destino de la mayoría, al parecer no deseable.

La victoria del No, la democracia democratacristiana, el socialismo “en la medida de lo posible”, la derecha “terremoteada”, el estallido octubrista, la economía negra de la pandemia, el apruebo y la nueva Constitución de la República. Nuevas versiones de una misma canción, la cueca de la desigualdad que perdura, merecedora de un aniversario nacional, un ritual del Chile verdadero.

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