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Actualizado el 24 de Noviembre de 2020

Política y Justicia en América Latina

Es difícil sostener un sistema democrático e incluso algo más básico como la cohesión de una sociedad nacional, si hay un alto nivel de desconfianza permanente respecto de los otros y especialmente respecto de las instituciones que nos gobiernan.

Por Juan Pablo Glasinovic Vernon
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Juan Pablo Glasinovic Vernon es Abogado

Actualmente en América Latina, existe una opinión negativa mayoritaria de la política y de la administración de justicia. Esto sin duda es grave porque irradia a los 3 poderes del Estado, y desde ahí influye en toda la sociedad. Si lo trasladamos a las instituciones fundamentales de nuestras repúblicas, las peores evaluadas suelen ser los parlamentos, los partidos políticos y los tribunales.

Es difícil sostener un sistema democrático e incluso algo más básico como la cohesión de una sociedad nacional, si hay un alto nivel de desconfianza permanente respecto de los otros y especialmente respecto de las instituciones que nos gobiernan.

Lamentablemente América Latina destaca a nivel mundial por los altos índices de desconfianza ciudadana, los que se han agudizado en los últimos años ante flagelos recurrentes y extendidos como la corrupción, la delincuencia y una administración estatal deficiente.

En otras regiones y países, la peor evaluación de los políticos suele tener un contrapeso en la Justicia, la que, cuando nos es bien evaluada, al menos es más valorada que la política.

Si la tendencia en los sistemas democráticos, casi sin excepción, ha sido un constante empoderamiento de los jueces y de los sistemas judiciales, que crecientemente se han convertido en los árbitros de las diferencias políticas y los que toman las decisiones en todo orden de cosas, en América Latina ha ocurrido lo mismo, con la diferencia, que, por regla general, estas instancias carecen también de suficiente legitimidad. En esa perspectiva, nos vamos adentrando por una senda en la cual la institución diseñada para resguardar los derechos, termina asumiendo un rol que no le corresponde, convirtiéndose en la práctica en legisladora y fuente de políticas públicas. Y esta tendencia no solo está vaciando a la política de su contenido, también está deteriorando la calidad de la gobernanza. Ello ocurre porque se toman decisiones de política pública por personas o cargos que no tienen la formación para ello, y además desde la realidad de un caso particular, sin considerar las múltiples variables que se deben considerar y articular en un plan de gobierno, o en la implementación de una política sectorial. Así vemos como decisiones judiciales invalidan un presupuesto al imponer u otorgar prestaciones no consideradas en el erario público, o desarticulan un sistema institucional cualquiera, al afectarlo en alguna condición sensible, sin la recurrencia a una ley para ese propósito.

Este estado de cosas tiene diversas explicaciones, pero creo que se debe en gran medida a dos fenómenos principales. Por un lado, está la creciente fragmentación social, escenario en el cual la búsqueda de un mínimo común denominador es cada vez más difícil, y, estrechamente vinculado a lo anterior, está la rigidización de las posiciones políticas personales y de grupos. Ello ha derivado en una lógica de suma cero, que es en definitiva la antítesis de la política.

Como los sistemas políticos no pueden hacerse cargo de una variedad tan grande y generalmente contrapuesta de aspiraciones y necesidades, porque están paralizados en una guerra de trincheras, las salidas suelen darse por el lado judicial. Los ciudadanos experimentan también el estímulo de acudir a una resolución judicial como alternativa a sus problemas. Y si los políticos que no son capaces de resolver sus diferencias por la vía política, terminan acudiendo a los tribunales, y lo mismo ocurre con las personas que ven en los tribunales una fuente más rápida de soluciones, aunque sea a punta de parches, cómo pretender que los jueces no se conviertan a este nuevo rol, seducidos por el poder que ejercen y pueden ejercer. Está claro que nadie está dispuesto a renunciar a cuotas de poder, pero lo que han perdido los políticos, lo han ganado los jueces.

Producto de esta dinámica, es natural el surgimiento de un activismo judicial, que ya no piensa en resolver el problema circunscrito a las partes, sino aspira a soluciones más amplias y se apoya en las acciones de particulares para desarrollar su agenda propia de transformaciones.

Por más loables que en algunos casos sean las intenciones de los jueces, y entendiendo además que usualmente el sistema político no está haciéndose cargo del problema que se somete a la Justicia, sigue siendo un hecho que se están asumiendo facultades y competencias que corresponden al ámbito político. Y esto además sin las reglas del juego, regulaciones y exigencias del mundo político, como son las elecciones y la legitimidad derivada de las mismas.
En nuestra América Latina tan llena de paradojas, una más es que los sistemas judiciales están evitando el colapso de los sistemas políticos, actuando como árbitros en muchos casos, pero al mismo tiempo están concentrando poder político y contribuyendo a torcer aún más la institucionalidad. A la larga esta dinámica es insostenible. No podemos vivir en una sociedad donde lo público termine siendo esencialmente litigioso y sujeto a la casuística de un juez (por más probo y bien intencionado que sea).

Como en todo movimiento pendular, se empieza a ver una reacción de los políticos a lo largo del continente, mediante la priorización en la agenda, de reformas a los sistemas de justicia. Por supuesto que en esto confluyen distintas realidades, necesidades, miradas e intereses, pero en todas ellas está presente, de alguna manera, el objetivo de circunscribir a los jueces a su rol tradicional en el esquema de separación de los poderes.

Pero como en la región somos especialistas en el diseño de normas y estructuras, las que rara vez funcionan como se idearon, el panorama no cambiará mientras la política no se transforme. Y esa transformación pasa por relegitimar la función política y quien la ejerce. Los problemas políticos se deben resolver con más política y no con menos. La grave crisis de representación que nos afecta a todos, en mayor o menor medida en el continente, solo se revertirá si generamos más espacios para la participación política, evitando la creación de castas que terminan desvinculándose de sus representados.

Por eso, ante el desprestigio de la actividad política no debemos caer en la tentación de renunciar a los espacios de participación, al contrario, debemos aprovecharlos e incidir en un mejor nivel de representación. Solo así podrá restablecerse el equilibrio de poderes que es esencial en una democracia.

Y en esa labor de empoderamiento ciudadano será siempre relevante contar con el resguardo oportuno y eficaz de los jueces en caso de vulneración de derechos, pero no reemplazar un tipo de representación por otra.

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