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Actualizado el 24 de Noviembre de 2020

Pandemia y el virus del autoritarismo en América Latina

La pandemia irrumpió cuando ya el cuadro de la gobernanza democrática regional era complejo. En 2018, de acuerdo al último Informe de Latinobarómetro, solo el 48% de los encuestados apoyaban la democracia, con una disminución ininterrumpida desde su peak en 2010, con 61%.

Por Juan Pablo Glasinovic Vernon
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Juan Pablo Glasinovic Vernon es Abogado

Hace unos días, con motivo del Día Internacional de la Democracia (15 de septiembre), más de 160 líderes de América Latina, incluyendo a 21 ex gobernantes, firmaron una declaración conjunta llamando a defender la democracia en la región, bajo la coordinación de las fundaciones Fernando Henrique Cardoso, IDEA (Institute for Democracy and Electoral Assistance) y Democracia y Desarrollo.

Concretamente, la declaración alude a la extensión de los estados de excepción constitucional como amenaza principal, y llama a los parlamentos y los tribunales a controlar los poderes ejecutivos extraordinarios utilizados para combatir la propagación del virus. “La emergencia no debe ser vista como un cheque en blanco para debilitar los controles y la rendición de cuentas. Todo lo contrario”, manifiestan los firmantes.

La pandemia irrumpió cuando ya el cuadro de la gobernanza democrática regional era complejo. En 2018, de acuerdo al último Informe de Latinobarómetro, solo el 48% de los encuestados apoyaban la democracia, con una disminución ininterrumpida desde su peak en 2010, con 61%. Este magro apoyo debe analizarse considerando el 28% que se declara indiferente entre democracia y autoritarismo, y el 15% que se declara partidario de un régimen autoritario.

Este sostenido deterioro de la percepción democrática fue generando un contexto de desapego entre los representantes políticos y la población en general. Los sectores más desfavorecidos económicamente son los que más se alejaron de la actividad política. Junto con la desafección, se instaló una mayor volatilidad electoral. En toda la región, incluso en los países con sistemas de partidos históricamente consolidados, estos experimentaron un proceso de fragmentación y desdibujamiento. Hoy una proporción creciente de liderazgos emerge fuera de los partidos, y estos básicamente se adhieren a procesos que no pudieron controlar, o derechamente son creados en torno a un liderazgo para apalancar su postulación o acceso al poder.

La clase política en general no se dio cuenta, o no quiso ver que una participación ciudadana cada vez menor, implicaba una seria amenaza para el sistema democrático. Ello porque merma la representatividad y facilita la captura del sistema por grupos minoritarios pero movilizados, los que se sirven del Estado. Quienes no se sienten representados, van acumulando frustración, la que, en determinadas circunstancias, explota en hechos de violencia, o abre las puertas al populismo. Y lo que es más grave en ambas opciones, alienta la idea de que la democracia no es un sistema de gobierno eficiente ni justo, impulsando todo tipo de autoritarismos.

En los últimos años hemos visto como en casi toda la región han florecido las alternativas populistas, pero también se han desatados graves episodios de violencia social y política. La efervescencia de los cambios radicales se tomó la palestra en la mayoría de nuestros países, profundizando la polarización política.

En ese delicado y complejo contexto irrumpió la pandemia del COVID 19. Forzosa y abruptamente se produjo un cambio de eje. De una aguda polarización y confrontación política general, pasamos a un escenario de crisis de salud. En estas circunstancias, el protagonismo recayó en los estados y en sus gobiernos, y naturalmente el resto quedó subordinado a esa prioridad, al menos temporalmente.

Prácticamente todos los gobiernos de la región acudieron a mecanismos constitucionales que les otorgan facultades extraordinarias, para limitar la movilidad de las personas y así reducir los contagios. Lo que era muy excepcional y se asociaba con graves circunstancias internas que amenazaban la institucionalidad, se aplicó en forma extendida para controlar esta nueva amenaza.

Ahí es cuando viene el llamado de alerta de los líderes latinoamericanos reseñada al inicio de esta columna. La pandemia no puede normalizar la restricción de las libertades y derechos personales, más aún cuando será un fenómeno cuya duración se extenderá hasta que se desarrolle una vacuna, lo que no ocurrirá en el corto plazo.

Si ya la democracia regional venía deslegitimándose para importantes segmentos de la población en atención a sus serios problemas de representación y estábamos asistiendo a intentos sistemáticos de algunos grupos por desfondar los gobiernos y transformar las estructuras políticas, corremos ahora el riesgo del autoritarismo desde los propios gobiernos. En ambas situaciones, la democracia es la perdedora, junto al ciudadano como protagonista de la misma.

La democracia se funda en la confianza y la participación. Confianza en que todos cumplirán su parte del contrato social, y participación de acuerdo a los derechos y deberes de cada cual. Por supuesto que esto requiere un sistema que castigue las faltas a ese contrato social, pero la sanción y el control no pueden convertirse la fuerza movilizadora.

Si tenemos la convicción que la democracia es el mejor sistema político, o el menos malo, entonces debemos dar señales en ese sentido, partiendo por abrir espacios para la participación ciudadana y su responsabilidad. En esa línea me parece muy destacable lo que se hizo en Uruguay, donde se confió en la responsabilidad de los ciudadanos para cuidarse y cuidar a los otros. Esa confianza no ha sido defraudada.

Algunos dirán que los uruguayos son muy distintos al resto del continente, con mayor cultura y además con condiciones físicas óptimas (poca población y baja densidad), lo que explicaría su excepcionalidad. Más allá de las particularidades de cada nación, sin duda Uruguay es un ejemplo de como la confianza y participación permiten un eficiente funcionamiento democrático, al mismo tiempo que el fortalecimiento del sistema.

Si no confiamos en nosotros y no abrimos espacios de participación, seguiremos horadando nuestra adhesión a la democracia. Coincido con la oportunidad del llamado de estas fundaciones, aunque no lo circunscribo únicamente a los poderes ejecutivos. En los parlamentos de nuestros países hay fuerzas que no son democráticas y que solo participan instrumentalmente del sistema con la esperanza de hacerse del poder, para entonces romper con sus reglas. Estas mismas fuerzas son las que impulsan medidas y leyes inconstitucionales, con el objetivo evidente de ir desarticulando el Estado de Derecho que aspiran a reemplazar.

La democracia vive tiempos difíciles en nuestra región, pero su suerte depende en última instancia de todos nosotros. Nuestros representantes son nuestros mandatarios. Hagámoslo sentir desde la convicción democrática en las elecciones y en todas las instancias de participación que nos otorgan nuestros sistemas democráticos.

La pandemia no puede ser la excusa para afectar nuestros derechos y garantías. Ya se han alzado voces.

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