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Actualizado el 24 de Noviembre de 2020

La ley de la calle

La movilización callejera es una expresión de las libertades que otorgan nuestras democracias y puede llegar a ser, en casos límites, la última expresión de libertad de la democracia.

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Juan Pablo Glasinovic Vernon es Abogado

En los tulmutuosos tiempos que estamos viviendo, un fenómeno recurrente es el de las manifestaciones en las calles. En prácticamente todo el orbe, con o sin autorización y con o sin represión, multitudes han salido a las calles y plazas de las ciudades. Pacíficas o violentas, y espontáneas o planificadas, en general estas manifestaciones expresan enojo e insatisfacción, y exigen cambios y medidas concretas.

El patrón común de fenómeno es la convicción de que, ante el inmovilismo gubernamental, la única manera de cambiar el orden de las cosas es haciendo sentir la voz del Pueblo o de la calle. Incluso la violencia, en aquellos casos en que se ejerce (tradicionalmente saqueando y destruyendo la propiedad pública y privada, así como atacando a los representantes del Estado) es justificada como un “mal necesario” para empujar el cambio.

Aunque existen múltiples razones para salir a protestar, el común denominador en los países ricos y pobres, democráticos o autoritarios, es que la acción en la calle es considerada más efectiva que los vericuetos de la institucionalidad.

En una democracia esto es particularmente preocupante, y más aún cuando los miembros de la clase gobernante y los propios partidos políticos renuncian a su rol de representantes, trasladando la legitimidad política al movimiento callejero. Expresiones que hemos escuchado en el ámbito local como “nuestro partido mantendrá un pie en la calle”, reflejan esta capitulación.

Es innegable que son innumerables los ejemplos a lo largo de la Historia en que la voz del Pueblo se expresó decisivamente en las calles generando cambios sustantivos, particularmente en materia de liberalización política. Pero, en general, estos siempre fueron episodios acotados y, producido el cambio, la institucionalidad tomó el relevo. Y cuando estas acciones se extendieron, la más de las veces terminaron mal, desde desatar brutales represiones, pasando por mantener postrados a sus países en un estado de anarquía larvada, hasta desembocar en guerras civiles.

Por regla general estas movilizaciones, independientemente de sus causas y objetivos, son atractivas y adrenalínicas para las personas que participan en ellas y particularmente para los más jóvenes, así como lo son todas las actividades masivas. En la masa se pierde la individualidad y se actúa como un rebaño donde todos se sienten iguales. Las culpas se diluyen en el conjunto anónimo, y lo que cuenta es la euforia contagiosa del aquí y ahora.

Como lo que predomina son las emociones, es muy difícil guiar a la masa, y cuando ello ocurre, es por cortos períodos. Quienes azuzan a las masas, suelen, tarde o temprano, terminar barridos por ellas.

Lo que sí puede ocurrir, es que elementos externos, desde el crimen organizado hasta algunos partidos o movimientos políticos, sean exitosos en mantener el estado de efervescencia, para socavar el Estado de Derecho y favorecer sus actividades.

Si la movilización de la calle puede ser efectiva para hacer caer a un gobierno o forzar a derogar una ley, su rol para fortalecer la gobernanza es casi nulo. Ninguna política seria va a salir del activismo callejero.

En las democracias, las políticas públicas se diseñan y adoptan en un proceso aburrido y relativamente largo que implica mucha dedicación, tolerancia y transacción. Interactuar con muchos requiere acomodar distintos puntos de vista e intereses, lo que no es fácil. Para los puritanos y jacobinos que han florecido últimamente, el pactar y ceder en función de lo posible (recordemos que la política es el arte de lo posible) es anatema moral. Por eso sus consignas son del estilo “avanzar sin transar”.

Nuestros representantes políticos le están haciendo un serio daño al sistema democrático cuando renuncian a la potestad que les hemos conferido, para supeditarse a las veleidades de la masa. Y cuando la capitulación es masiva, entonces el peligro de implosión democrática es muy grande.

Es sorprendente como personas que son inteligentes, preparadas y con amplia experiencia política, se comportan como asustadizos y obedientes primerizos frente a la abstracción indefinida que representa el movimiento de la calle.

Si nuestras sociedades quieren superar sus problemas o al menos abordarlos seriamente, esto solo podrá hacerse dialogando y utilizando los canales que otorga la institucionalidad: el parlamento, los concejos municipales, juntas de vecinos, etc. Pero, para ello necesitamos políticos que estén conscientes de que su legitimidad no deriva de una masa amorfa, sino de sus electores y que a ellos se deben.

Ante este fenómeno global, los gobiernos y especialmente los democráticos tienen que atender a las causas que generan estas movilizaciones y ocuparse de buscar soluciones para los problemas y abrir más vías de participación. Pero, al mismo tiempo, deben ser rigurosos en observar y hacer respetar el Estado de Derecho, porque fuera de él se abre la puerta al abismo. Esta responsabilidad debe ser compartida por todos los ciudadanos y más aún por nuestros representantes políticos.

La movilización callejera es una expresión de las libertades que otorgan nuestras democracias y puede llegar a ser, en casos límites, la última expresión de libertad de la democracia. Pero no será nunca la vía para construir una democracia. Tengámoslo claro.

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