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27 de Diciembre de 2020

El año del dios Jano

"Para la mitología romana, Jano era, entre otras cosas, el dios de las transiciones y a diferencia del resto del panteón de las divinidades, no fue adoptado desde la mitología griega".

Por Juan Pablo Glasinovic Vernon
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Juan Pablo Glasinovic Vernon es Abogado.

El fin de cada año es, querámoslo o no, una instancia que nos induce a hacer balances y revisar nuestras actividades, así como el estado de nuestro entorno. En esa línea, si tuviera que ponerle un nombre al 2020 que se nos va y en función de mi personal interés desde siempre por la civilización y período romanos, lo identificaría como el año del dios Jano.

Para la mitología romana, Jano era, entre otras cosas, el dios de las transiciones y a diferencia del resto del panteón de las divinidades, no fue adoptado desde la mitología griega. Fue una creación exclusivamente romana y se representaba con una cabeza con 2 caras, se dice que una mirando al futuro y la otra al pasado. También se le ha asignado a esta deidad bifronte la dualidad humana de la bondad y la maldad.

Desde esa perspectiva, el año 2020 reúne ambos conceptos: un punto de quiebre de una era y el inicio de otra, además de reflejar lo más sublime y lo más bajo de nuestra naturaleza humana. Adicionalmente y si solo nos atenemos a la representación numérica, también traduce las 2 caras del dios (20 y 20).

Indiscutiblemente el acontecimiento global del 2020 ha sido la pandemia del COVID-19. Ningún país y sociedad se ha librado de sus consecuencias.

El efecto principal de esta ha sido romper la ilusión de un modelo de desarrollo ilimitado fundado en la producción, consumo y desecho crecientes. Junto con ello, han quedado en evidencia dos circunstancias muy relevantes: la gran desigualdad existente, con una concentración cada vez mayor de la riqueza y de los bienes en las manos de pocos, y el grave e insostenible daño a la Naturaleza derivado de este modelo productivo.

Con el tiempo de nuestras frenéticas vidas suspendido, se nos abrió de oportunidad de meditar y aquilatar lo que hemos hecho y su sentido. De pronto nos hicimos más conscientes de cuánto dependemos los unos de los otros, de nuestra fragilidad, pero al mismo tiempo de nuestra fortaleza si operamos unidos y con sentido de propósito.

Ha emergido un potente y universal deseo de vivir con mayor dignidad, de ser considerado y respetado, y tener acceso más igualitario a los bienes de este mundo en armonía con la Naturaleza.

Por todos lados ha habido manifestaciones de esto. En Latinoamérica el panorama predominante es la efervescencia, con la exigencia de profundas reformas a sus sistemas políticos, económicos y sociales, con el propósito de tener una mayor participación en las decisiones y beneficios del conjunto. En Estados Unidos y en otros países asistimos a la movilización del movimiento transversal “Black Lives Matter” a partir de una serie de muertes de afroamericanos por las policías, y especialmente de George Floyd. Este movimiento también busca el respeto de una minoría que todavía sufre de la discriminación.

Pero, al mismo tiempo, ha aflorado en muchos el pavor de cambiar de paradigma, tratando de aferrarse al pasado, y considerar que las circunstancias derivadas de la pandemia no son más que un paréntesis, antes de volver más o menos a lo mismo. En realidad, todos compartimos ambas emociones y sensaciones. Una parte de nosotros mira hacia atrás tratando de retener las certezas y cómodas rutinas de nuestras existencias, que se escurren entre nuestras manos, mientras la otra observa con una mezcla de ansiedad y esperanza el futuro que se nos está abriendo.

Como lo expresa lúcidamente el cantautor cubano Silvio Rodríguez, “La era está pariendo un corazón, no puede más, se muere de dolor y hay que acudir corriendo, pues se cae el porvenir”.

Esta tensión entre lo viejo que muere y lo nuevo que nace está presente en todo. Las recientes elecciones en Estados Unidos son un ejemplo destacado de esto. Por eso y por sus repercusiones hacia adelante, tal como lo señalé en otra columna, estos comicios podrían constituir lo que el escritor Stefan Zweig denominó un “momento estelar” en la Historia de la Humanidad, en el sentido de que causan cambios tectónicos. Si durante buena parte del 2020 parecía que el autoritarismo político se consolidaba en el mundo y que la pandemia no pasaría de ser un pronunciado bajón en los gráficos del PIB de los países, para volver con renovado ardor a la dinámica de la producción-consumo-desecho, la elección de Biden y de su programa representan un cambio de tendencia.

La prioridad de la lucha contra el cambio climático y la construcción de una sociedad más inclusiva y democrática apuntan al corazón de lo que ha quedado al descubierto, en estos meses en que se corrió el tupido velo de lo obvio de la mano del coronavirus. No hay mal que por bien no venga, como dice el refrán popular.

Si creyera en el dios Jano, le pediría que coexista en nosotros el equilibrio de rescatar lo bueno e indispensable del pasado sin nostalgia, para construir sin temor sólidos cimientos para el futuro, mirándolo con confianza. Que la resiliencia que hemos desarrollado durante el 2020 y el reordenamiento de nuestras prioridades partiendo por la centralidad de la vida, nos ayuden a cruzar las fuertes turbulencias que significan el paso de una era a otra.

Y, aunque no creo en él, el mes de enero que le está dedicado y que se acerca, era el único período en que su templo permanecía abierto. Buen augurio.

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