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Actualizado el 7 de Enero de 2021

El temor al fin del COVID-19

El COVID-19 abrió una puerta que será difícil cerrar, como un simple episodio que se acaba o una fantasía que concluye con el film. Un virus letal para muchos se instaló en nuestras vidas en la forma de prácticas perennes, experiencias indelebles y formas de memoria y de futuro contagiadas por una historia que terminará sus días permaneciendo.

Por Modesto Gayo
Foto Agencia Uno.
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Modesto Gayo

Modesto Gayo es Académico de la Escuela de Sociología de la Universidad Diego Portales

Tras 12 meses de pandemia y un sinfín de costumbres transformadas por vía de decretos urgentes, los cuerpos y las mentes de muchos ciudadanos han comenzado a adaptarse a tal punto a las nuevas reglas que el lente con el que evaluamos el pasado se parece más al yin y el yang que a un nítido momento deseado. Por lo tanto, queremos superar la peligrosidad del virus, pero estamos evaluando cuánto de lo novedoso debería permanecer, incluso si no llegó producto de nuestra voluntad o de las circunstancias ideales.

Es cierto que la construcción de la pandemia se ha centrado en los daños, sobre todo a la salud y de tipo económico, e igualmente la producción de heroicidades y soluciones han tenido como base las curaciones y los estímulos monetarios. En este sentido, la vacuna, en la forma de múltiples posibilidades de inoculación, vendría a ayudar a repararlos, quizás definitivamente.

Es igualmente acertado que ha existido una fuerte resistencia al cambio. La imposición de toques de queda, los cierres perimetrales de ciudades y pueblos, las recomendaciones de distanciamiento físico y la obligatoriedad del uso de mascarillas (“tapabocas” también le dicen de forma más expresiva) llegaron como una lluvia cada vez más densa que desbordó rápidamente los canales de lo esperado en la voz de recomendaciones de epidemiólogos, profesión antes apenas conocida por los grandes números. Pero las mismas medidas enfrentaron resistencia, y su némesis misma: jóvenes lozanos caminando o corriendo las calles sin “mascareta” (en catalán), cruces, incluso en vuelo, ilegales a través de las trincheras creadas para la higiene colectiva, autoridades retratadas vulnerando la legalidad que debían representar y hacer cumplir, y fiestas clandestinas en la larga noche de barrios que se aburren, de mujeres y hombres tristes que quieren divertir la vida con un trago, un baile más, una riña y un puñete, altavoces que alteran a vecinos y son silenciados cuando se aproximan vehículos pintados de verde olivo.

Pero los daños no imponen el retorno a lo conocido ni las resistencias impiden el cambio. De un modo diferente, el territorio y el tiempo han comenzado a ser leídos de forma sustancialmente distinta, y ello en sentidos muy radicales. Sólo a modo de ilustración, ahora queremos reuniones de trabajo que duren exactamente lo que dicen durar, sin dilaciones, esperas o desplazamientos. Amamos a menudo la tranquilidad del hogar, cuando existe. Podemos, por fin, evitar el metro y los buses colapsados, de los que tanto se ha reído el Bombo Fica.

Paseamos por nuestros barrios, una y mil veces desconocidos aún viviendo allí, pues la carrera de los días nos obligaba a mirar hacia adelante, evitando cualquier giro natural. Conocimos a nuestros hijos, con conflictos también, es decir, hablamos y peleamos más, para configurar no una relación de amor imaginada, sino una relación real, encerrados en cuatro paredes y con necesidad de dialogar de algo distinto a las vacaciones o los juegos; debimos entonces poner la mesa y enfrentar juntos una vida cotidiana, en mayúsculas. Hay problemas graves también, y la vida fuera, en la selva urbana, los tenía igualmente: peligros, agresiones y encuentros deseados, todo en una bolsa que dicen “de gatos”.

El COVID-19 abrió a golpes una realidad que no queremos abandonar. Llegó como un invitado indeseado, un enemigo a combatir, una amenaza generalizada, destrozando empleos y maneras de entender, ahora más temerosas, nuestra relación con los entornos sociales y físicos. Sin embargo, abrió una puerta que será difícil cerrar, como un simple episodio que se acaba o una fantasía que concluye con el film. Un virus letal para muchos se instaló en nuestras vidas en la forma de prácticas perennes, experiencias indelebles y formas de memoria y de futuro contagiadas por una historia que terminará sus días permaneciendo, a “never ending story”, un porvenir diseñado por el dolor.

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