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Actualizado el 19 de Marzo de 2021

Hasta que la violencia se hizo costumbre

La violencia y la delincuencia se han hecho costumbre, acaparando el foco de la opinión pública que debería estar puesto en otras materias que sí podrían devolvernos un poco de dignidad.

Por Álvaro Vergara
Conmemoración del primer año del estallido social en Quilpué (Agencia UNO/Archivo)
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Álvaro Vergara

Álvaro Vergara es Investigador de la Fundación para el Progreso

Durante su visita a Chile en 1928, José Ortega y Gasset improvisó frente al Congreso Nacional diciendo: “Tiene este Chile florido algo de Sísifo. Como él, vive en la alta serranía y, como él, parece condenado a ver caer cien veces lo que con su esfuerzo levantó”. Lo dicho por el filósofo español parece ser certero y nos cala hondo en el espíritu, porque la historia nacional ha demostrado esta analogía, y parece hacerlo otra vez ante la desesperante situación en que nos encontramos.

Ese “ver caer” de Ortega y Gasset, o el “destruir” a que me referiré, no está expresado en términos figurativos, sino en sentido literal. Cada día que pasa se sigue demoliendo aquello que con grandes esfuerzos construyeron las generaciones pasadas junto a parte de las actuales, ya que nuestra vida política contrajo uno de los peores hábitos existentes: la violencia. Es este el germen que nos tiene enfermos, y en nuestro desespero no se vislumbra ninguna señal de recuperación.

¿Han notado que nuestras pasiones están alteradas? Eso es porque dependen en gran parte de nuestras costumbres. Se puede decir que la costumbre tiene dos efectos originales sobre la mente: primero, proporciona mayor facilidad para realizar una acción; y segundo, proporciona una tendencia o inclinación hacia ello. De ahí los espectaculares beneficios de tener hábitos saludables.

Es por eso que, cuando una persona se encamina a la realización de una acción a que no está acostumbrada, existe cierta torpeza o reticencia según el caso. Un ejemplo pedestre de la primera, puede ser el de una persona que quiere correr una maratón pero no ha tenido la constancia de entrenar, le resultará imposible. A su vez, un ejemplo de la segunda, puede ser aquella persona que nunca había mentido, pero hubo un día que tuvo que hacerlo por ciertos motivos; al principio si bien se sintió culpable, luego comenzó a repetirlo hasta que ya no tuvo ningún reproche moral interno.

Se puede resumir lo anterior diciendo que la costumbre no proporciona tan sólo facilidad para realizar una acción, sino también una inclinación y tendencia hacia ella; de pronto, al agente ya no le resulta desagradable. De ahí que la costumbre incremente los hábitos activos y disminuya los pasivos. Sin embargo, y como un curioso caso, en Chile nos estamos acostumbrando a un hábito pasivo y otro activo al mismo tiempo. El hábito activo —y que nos terminará por destruir— es la violencia que se ejerce en forma sistemática y extendida en el territorio. El hábito pasivo en cambio, es la resignación de los ciudadanos a que la institucionalidad funcione y termine por acabar con la violencia privada. Un sector de la población quiere violentar, el otro ruega porque no le toque a él.

Y es que existen hábitos más fáciles que otros. Destruir es ridículamente más sencillo que construir algo. Ese es el fetiche de la destrucción y la quema: lograr algo por la vía más fácil y rápida. Aquel personaje que sale a romper viernes a viernes nunca pudo lograr nada en la vida y, como es muy difícil que llegue a lograr algo trascendente, busca conseguirlo por medio de la destrucción, creyendo, de forma inocente y torpe, de que con ello participa de algo noble, superior. Eso de que la primera línea sería una entidad anónima es la mayor de las mentiras, ya que es obvio que sus miembros se jactan de ser uno de sus miembros en el boca a boca.

Así, estos hechos de violencia camuflados de pretensiones legítimas, lo único que han logrado es la destrucción de nuestro patrimonio y la privatización de espacios públicos a su antojo. Si con aquellos movimientos de los viernes en Plaza Baquedano pudo alguien pensar en que se iba a retomar un sentido de comunidad, estaba muy equivocado. Pasó todo lo contrario. Hoy Chile está más segregado que nunca, y así se mantendrá hasta que esto se detenga. Apunto con el dedo: los principales responsables de esta situación son los “políticos” —si es que aún se les puede decir así—, ya que si la política es un fenómeno de masas —como pensaba Ortega y Gasset—, es difícil considerar a los nuestros como tales, pues no controlan a nadie. Es una política lóbrega, sin gente, sin ciudadanos.

“Hasta que la dignidad se haga costumbre”; decía una de las proclamas del estallido social. Hoy lo único que se ha hecho costumbre es la violencia y la delincuencia, acaparando el foco de la opinión pública que debería estar puesto en otras materias que sí podrían devolvernos un poco de dignidad.

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