10 años de guerra en Siria
¿Cómo cortar el nudo gordiano de los intereses locales, regionales y mundiales en pugna y que mantienen vigente el conflicto?
Juan Pablo Glasinovic es Abogado
Por estos días se cumplieron 10 años de la guerra en Siria, uno de los conflictos más mortíferos y crueles del último tiempo, en una región como el Medio Oriente, de por sí regularmente azotada por diversas y atroces manifestaciones de la violencia, desde el terrorismo, pasando por guerras civiles, hasta enfrentamientos entre estados. Y lo peor es que, a pesar de haber disminuido su intensidad, no se vislumbra su término, pudiendo arrastrarse por quien sabe cuánto tiempo más.
¿Cómo se llegó a este estado de cosas y por qué persiste el enfrentamiento?
En marzo del 2011, en la sureña ciudad de Deraa, comenzaron protestas civiles por las condiciones de vida: alto desempleo, carestía y escasez de todo tipo de productos, así como deficientes servicios públicos combinados con el abuso y la corrupción gubernamental. Todo ello en el contexto de lo que se denominó como la “primavera árabe”, que hizo soplar brisas de esperanza en toda la región, con un impulso a la democratización de sus sociedades, prácticamente todas controladas por regímenes autoritarios.
En el caso sirio, cabe mencionar una circunstancia adicional anterior a la guerra, asociada a los estragos del cambio climático y que no podemos ignorar por la posibilidad de repetirse en cualquier rincón del mundo. Entre el 2006 y 2009, Siria experimentó la peor sequía desde que se tiene registro. Esto provocó una masiva migración de población rural a centros urbanos, en busca de medios de subsistencia. En un país donde la escasez ya campeaba y con altos índices de pobreza, esto rompió el precario equilibro ante el incremento súbito de la demanda de bienes y servicios en los centros urbanos, por estos desplazados climáticos. Esto habría acelerado la frustración y el descontento que se manifestaron con las primeras protestas, en marzo del 2011.
Rápidamente, lo que empezó en Deraa se extendió a todo el país. El gobierno de Bashar Al Assad (quien había sucedido a su padre Hafez en el 2000) reprimió violentamente las protestas, sintiendo amenazada la continuidad de su régimen. Las muertes de los manifestantes a manos de las fuerzas de seguridad, derivaron rápidamente en una escalada armada, con grupos opositores formando fuerzas de combate. El descenso al infierno fue sorprendentemente rápido, aún entendiendo que el país vivía arriba de un polvorín, con la posibilidad de estallar ante la más mínima chispa.
Desgraciadamente, al opresivo ambiente político y una economía que no pudo hacerse cargo de la crisis, se sumaron factores étnicos y religiosos, con rencores latentes que emergieron con fuerza por las grietas que dejaba el debilitamiento del control gubernamental. Ello fue configurando el peor de los escenarios, con una guerra civil que, además del elemento político, fue incorporando progresivamente dimensiones religiosas y étnicas, lo que hizo la lucha aún más sangrienta y encarnizada.
Por si fuera poco, al corto plazo comenzaron a involucrarse en el conflicto otros países, unos apoyando al régimen, y otros a los grupos opositores. Por el lado gubernamental, se aliaron Irán y Rusia, además de diversas milicias entre las cuales destaca Hizbulá. Siria se convirtió en un campo de batalla por el predominio regional entre persas y árabes, al mismo tiempo que en una lucha entre chiítas y sunitas (principales ramas del Islam, siendo la primera predominante en Irán y siendo Assad de otra denominación musulmana afín al chiísmo).
Rusia que tiene la única base naval fuera de su territorio en el puerto sirio de Tartus y que ha sido tradicional aliado de este país en sus confrontaciones con Israel, intervino para no perder ese importante bastión logístico y ver disminuida su influencia en un escenario en reconfiguración.
Mientras que Irán y grupos chiítas de diversos orígenes (Líbano, Irak, Afganistán) ponían a disposición del régimen sirio combatientes en el terreno, Rusia apoyó con bombardeos y acciones aéreas.
Las fuerzas gubernamentales, que en los primeros años del conflicto estaban retrocediendo en todos los frentes y controlaban una minoría del país, con estos refuerzos y particularmente el apoyo aéreo, frenaron y luego revirtieron la situación, pasando a dominar actualmente la mayoría de las ciudades y del territorio.
Por el lado de los rebeldes, que nunca constituyeron un frente unido, recibieron apoyo de Turquía, Estados Unidos, Arabia Saudita, Catar, Francia y el Reino Unido, por mencionar los principales.
Israel, aunque no ha tomado partido, ha efectuado bombardeos selectivos contra lo que ha percibido como el movimiento de armas iraníes para Hizbulá, uno de sus más temibles y enconados enemigos.
Al puzzle de grupos combatientes y de países intervinientes, y aprovechando el desgobierno y caos de amplios territorios en Siria e Irak, se sumó la irrupción del Estado Islámico, que en poco tiempo entre el 2014 y 2017 llegó a controlar vastas zonas de ambos países, imponiendo su terrible y mortal yugo.
También aprovechando el contexto, los kurdos constituyeron un área autónoma, la que busca seguir el modelo de los kurdos en Irak. Esto generó la intervención turca, que invadió parte de Siria precisamente para hacer inviable el proyecto kurdo, temiendo que ello fortalezca el separatismo de esa etnia en su propio territorio.
La mortandad de civiles, mayormente por las acciones bélicas gubernamentales, ha sido tremenda, violándose todas las normas del Derecho Internacional referido a los conflictos. Asesinatos masivos de civiles, torturas y violaciones por milicias pro gubernamentales, bombardeos aéreos y terrestres indiscriminados, y ejecuciones sumarias y torturas por parte de los rebeldes, han sido la tónica del conflicto.
Se estima que, tras una década de este conflicto, han muerto más de 500.000 personas y más de 2 millones de civiles han sido heridos, quedando muchos de ellos con serias secuelas físicas y sicológicas.
La guerra ha generado una gran masa de desplazados internos y de refugiados, particularmente a Turquía, Jordania y El Líbano (que concentran 93% del total). De los 22 millones de habitantes hace 10 años, más de la mitad se ha desplazado, con 5.600.000 refugiados.
Prácticamente todas las ciudades están en ruinas y la economía es de subsistencia. Una eventual reconstrucción requerirá de ingentes recursos, que solo podrán provenir del exterior.
Aunque últimamente las acciones bélicas han disminuido, lamentablemente para la población siria, no parece haber una salida a la vista en el contexto actual.
La mediación de Naciones Unidas no ha logrado avanzar, tanto por la pluralidad de las partes, como por la tozudez de las posiciones. Se habría acordado hace años genéricamente la formación de un gobierno de transición, pero mientras los opositores piden que renuncie Assad como paso previo, este se niega a hacerlo.
Paralelamente y desde 2017, Rusia, Irán y Turquía han llevado a cabo sus propias negociaciones, también sin éxito.
En 2019 hubo un rayo de esperanza con un acuerdo transversal de constituir una asamblea de 150 personas para redactar una nueva constitución y llamar a elecciones supervisadas por Naciones Unidas, pero a la fecha nada ha sucedido. Lo único concreto es que el gobierno de Assad ha convocado a elecciones generales en junio, para repostularse (y ganar).
¿Cómo cortar el nudo gordiano de los intereses locales, regionales y mundiales en pugna y que mantienen vigente el conflicto? ¿Habrá que esperar el agotamiento de alguna de las partes para que se rompa el empate y la necesidad imponga una negociación? o ¿Deberemos acostumbrarnos a una guerra permanente, quizá de menor intensidad, donde Siria sea el campo de prueba y entrenamiento de otros estados?
La complejidad de la región y la existencia y permanencia de otros conflictos en la misma no otorgan señales muy auspiciosas para recuperar la paz en el corto plazo, pero, ¿cómo el clamor de tantos al Dios común no va ablandar los corazones y cambiar el estado de las cosas?
Resuenan aún las palabras del Papa Francisco de visita reciente a Irak, el país vecino y que también ha sufrido años de conflicto: “Y Dios escucha, escucha siempre. Depende de nosotros que lo escuchemos a Él y caminemos por sus sendas. Que callen las armas, que se evite su proliferación, aquí y en todas partes.
Que cesen los intereses particulares, esos intereses externos que son indiferentes a la población local. Que se dé voz a los constructores, a los artesanos de la paz, a los pequeños, a los pobres, a la gente sencilla, que quiere vivir, trabajar y rezar en paz. No más violencia, extremismos, facciones, intolerancias; que se dé espacio a todos los ciudadanos que quieren construir juntos este país, desde el diálogo, desde la discusión franca y sincera, constructiva; a quienes se comprometen por la reconciliación y están dispuestos a dejar de lado, por el bien común, los propios intereses.”