El deslumbrante brillo del poder
El Partido Comunista Chino demostró que es posible combinar la libertad económica con un férreo control político. Y ahí está precisamente el elemento de continuidad: el monopolio del poder.
Juan Pablo Glasinovic Vernon es Abogado
Este primero de julio, el Partido Comunista Chino celebró su centenario con gran fanfarria. No es para menos, a primera vista. De ser un partido clandestino y fuertemente perseguido, con el asesinato de muchos de sus miembros en los inicios, a lo que siguió una cruenta guerra civil y la resistencia contra el invasor japonés, pasó a hacerse del poder en 1949, en un país rezagado y desangrado, y llevó a cabo una gigantesca transformación que lo tiene como el motor económico del mundo y una potencia que disputa el primer lugar de la hegemonía global.
Para cualquier estudioso de la Historia, la magnitud de los cambios implementados en tan corto plazo es impresionante, y especialmente en lo que se refiere a la reducción de la pobreza y a la generación de mejores condiciones de vida para su población.
Igualmente impresionante es la adaptación de este partido al cambio de las circunstancias. Desde el fanatismo ideológico de Mao, que intentó una transformación radical de la cultura y sociedad china, pasando por Deng que reabrió el país al mundo y estimuló el emprendimiento local en un contexto de economía de mercado, hasta Xi que se presenta como el continuismo de la milenaria cultura china y de sus emperadores, con la voluntad de restablecer plenamente el Reino del Medio.
Para los ojos latinoamericanos, es difícil entender cómo un partido, que se fundó en la ideología marxista, haya antepuesto el mercado como el principal asignador de los recursos, y más aún, cómo sigue subsistiendo y denominándose comunista. Al menos en Cuba, el Partido Comunista se ha resistido con dientes y uñas a ceder espacios a la economía privada, prefiriendo una carestía general de bienes y servicios a la sola posibilidad de perder poder.
Pero el Partido Comunista Chino demostró que es posible combinar la libertad económica con un férreo control político. Y ahí está precisamente el elemento de continuidad: el monopolio del poder. El partido de ayer y el partido de hoy comparten la misma vocación y determinación de control absoluto. Todo dentro del partido, nada fuera de él.
Mao Tse Tung, recordado como el “gran timonel”, dentro de la nutrida historia imperial china sin duda que está entre los que más poder concentró, disponiendo como pocos de la vida de sus súbditos. Su tormentoso mandato, con las cicatrices de fuego que dejaron políticas como el “Gran Salto Adelante” y la “Revolución Cultural”, con millones de muertos y la destrucción de un invaluable patrimonio cultural, prácticamente no tuvo más freno que su propia voluntad. Su sucesor Deng Xiaoping, quien sufrió en carne propia y familiar los experimentos sociales de Mao (uno de sus hijos quedó parapléjico producto de una golpiza de los guardias rojos), intentó imponer ciertas limitaciones al poder, para evitar la recurrencia de los excesos. Con su evaluación de que la gestión de Mao fue “70% correcta y 30% incorrecta” (antes Kruschev había dicho de José Stalin “El culto al individuo alcanzó proporciones tan monstruosas debido principalmente a Stalin”), abrió la puerta a una serie de reformas que catapultaron a China a la primera línea de la economía mundial.
En lo político hizo una transición para limitar el período de los gobernantes, a 10 años. Estaba en ese proceso, cuando se comenzó a desmoronar la Unión Soviética. Desde la perspectiva china, la causa de esa caída fue la liberalización política permitida por Gorbachov. Por eso cuando se empezaron a producir protestas en China exigiendo libertad política, el Partido Comunista Chino, inicialmente tomado por sorpresa e indeciso sobre cómo reaccionar, cerró finalmente filas tras Deng en un reflejo de autopreservación, y sobrevino la represión en 1989 cuyo símbolo fue el despeje sangriento de la plaza de Tiananmén, en Beijing. La dura reacción se explica también por el temor de que China volviera a caer en un período de guerra civil y desmembramiento. Hoy, en China no existe memoria de estos acontecimientos en la historia oficial.
El delfín de Deng, Jiang Zemin, fue el primero en atenerse a la limitación del mandato. Le sucedió Hu Jintao, quien también tras sus 10 años, se retiró en favor de su sucesor Xi Jinping. Pero el nuevo gobernante, quien asumió en 2013, venía con otras ideas. Aprovechando la misma estructura centralizada y concentrada del poder del partido comunista, fue posicionando a sus partidarios en el Congreso del Partido, en el Comité Central y en el Politburó. Además de sumar las posiciones de presidente y secretario general del partido, también preside la Comisión Central Militar, lo que le convierte en el jefe del partido, del gobierno, y de las FFAA.
En 2018 logró eliminar el límite de los 10 años, pudiendo teóricamente perpetuarse en el poder. Junto con esa reforma, rompió con la tradición de sus predecesores de elegir o designar a un sucesor a fines del primer período para prepararlo para la transición, y de hecho aún no lo hace. El próximo año tendrá lugar el XX Congreso del Partido Comunista y ahí Xi debiera obtener su tercer quinquenio.
Xi Jinping venía con una agenda muy clara, que se resume en el “sueño del gran rejuvenecimiento de la nación china” que es volver a ocupar el lugar central que le corresponde a la República Popular China en el mundo, y dejar atrás el legado del “siglo de la humillación” en el cual Occidente y Japón se aprovecharon de su país.
Tras ese objetivo, asistimos a un gran esfuerzo del gobierno chino en todos los frentes. En el campo tecnológico, se ha propuesto convertir al país en el principal referente, desde las telecomunicaciones hasta el espacio, pasando por las energías renovables. En materia económica, además del componente anterior, pretende establecer un gran mercado bajo el paraguas chino, con la iniciativa de la franja y la ruta. En el ámbito multilateral, junto con acrecentar la influencia china en diversos organismos, incluyendo su dirección, ha creado otros que hacen competencia a la arquitectura financiera existente, como el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura. En el ámbito militar, el país ha invertido fuertemente en sus fuerzas armadas, lo que incluye el desarrollo de una poderosa flota de aguas profundas, con la construcción de portaviones y el establecimiento de bases fortificadas en numerosos puntos del Mar del Sur de la China. Esta mayor dotación militar ha sido acompañada por escaramuzas fronterizas con varios países, pero principalmente con India. Más recientemente, en materia sanitaria, China ha tenido una muy eficiente gestión de contención de la pandemia, además de proyectarse como un activo aportante de vacunas e insumos médicos al mundo.
En suma, la celebración del centenario del partido y su omnipotencia encuentra a China en un inmejorable momento. Pero ese brillo deslumbrante que emana del poder, encarnado en Xi Jinping, no alcanza a esconder una serie de circunstancias y procesos que se siguen desarrollando y que podrían opacar las luces actuales.
Entre estas está el recrudecimiento de la supresión de todo tipo de disenso, que ha tenido más visibilidad con lo que ha ocurrido en Hong Kong, pero que se extiende a todo el territorio. Existe una amplia red de vigilancia amparado en la tecnología, mediante la cual cualquier contenido considerado incorrecto es rápidamente suprimido de las redes sociales y sus autores son eventualmente sancionados, incluso con cárcel. Cualquier amago de oposición, que no se encauce en los escasos canales institucionales, es prontamente reprimido, con una escalada de sanciones.
A la represión política, se suma la acción contra ciertos grupos étnicos y religiosos. Musulmanes y cristianos, por la sola práctica de su fe, han sido perseguidos, con numerosos feligreses y pastores encarcelados, porque se considera que sus creencias colisionan con la centralidad del Partido Comunista y que son religiones importadas que socavan la unidad del país. En el plano étnico, se han endurecido las condiciones de los tibetanos y uigures, lo mismo que respecto de otros grupos como los mongoles, profundizando políticas de asimilación.
La profundización de la vigilancia y represión se ha extendido a las empresas. No porque se permita el mercado, el partido ha olvidado que el poder político depende del control de los medios de producción. Y eso lo ha estado haciendo con renovado ardor, incentivando o exigiendo que los empresarios se afilien al partido, así como por la creciente designación de funcionarios del partido en los directorios de las principales empresas y en cargos claves, amén de condicionar permisos y licencias.
Tras la multitud de banderas y personas que celebran este hito de los 100 años, cabe preguntarse cuan sólidos son los cimientos de la hegemonía del Partido Comunista. En un escenario que sigue avanzando hacia una mayor concentración de poder personal, ¿hasta donde se puede extender el control social en un país con niveles cada vez mayores de bienestar y de exposición al mundo? ¿Sobre qué descansará la legitimidad del gobierno?
La desinstitucionalización del poder que está llevando a cabo Xi Jinping también acrecienta la incertidumbre sobre su conducción futura y su sucesión. ¿Qué pasará si cae enfermo? ¿Será pacífico su reemplazo? ¿Podría reabrirse un período de pugnas como los que vivió previamente China ante los vacíos de poder y que por el peso del país tendría efectos expansivos en todos sus vecinos?
Mientras los 95 millones de militantes del Partido Comunista celebran su centésimo aniversario, no deja de resonar la reflexión del humorista y escritor James Thurber: “Hay dos tipos de luz; la luz que ilumina y el resplandor que oscurece.”