Un primer paso hacia una sociedad decente
La declaración de la Constituyente -sobre la prisión política en Chile y la militarización del Wallmapu- también tendrá efectos a la hora de sentar precedentes en investigaciones judiciales futuras, que busquen acreditar las violaciones a los derechos humanos cometidas en las últimas décadas. La Convención ha dado un primer y sólido paso hacia lo que Avishai Margalit ha llamado una sociedad decente.
Álvaro Ramis es Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano
La declaración de la Convención Constitucional “A los órganos del poder constituido sobre la prisión política en Chile y la militarización del Wallmapu”, es mucho más que un ejercicio de la libre opinión de una mayoría superior a los dos tercios de ese órgano. Los 105 constituyentes que la votaron favorablemente no sólo realizaron un acto retórico, ilustrativo, o una expresión política coyuntural, que puede no ser valorada o acatada por los otros poderes del Estado. Se trata de la primera manifestación escrita y formal del poder constituyente, y sin ser parte del nuevo cuerpo constitucional, tendrá enorme importancia de cara a la hermenéutica de la futura Constitución, ya que delimita e interpreta los factores que convocaron y justificaron la actual Convención, y señala las prioridades estratégicas que asumirá en su trabajo.
Recordemos que este órgano no es una comisión designada, manu militari, para proponer un anteproyecto constitucional. A diferencia de las actas de la “Comisión Ortúzar”, esta declaración emerge desde un cuerpo constituyente plena y legítimamente establecido. No es necesario adherir a una “interpretación originalista” para asumir que cualquier estudio futuro de la “intención del constituyente”, que pondere su sentido y alcance general, deberá partir por este texto, y cualquier tradición interpretativa deberá analizar el valor histórico, sistemático, lógico y gramatical que instala este documento.
La declaración de la Constituyente también tendrá efectos a la hora de sentar precedentes en investigaciones judiciales futuras, que busquen acreditar las violaciones a los derechos humanos cometidas en las últimas décadas. Es altamente relevante que un órgano del Estado, como la Convención Constitucional, emita un reconocimiento de este tipo y de este alcance, especialmente de cara a procesos contenciosos en órganos internacionales.
La Convención declara que su voluntad es sentar unas garantías democráticas para el adecuado funcionamiento del Estado en su conjunto. Ello se traduce en generar condiciones, actuales y futuras para el respeto al debido proceso, al principio de presunción de inocencia, y de cara a la verdad, justicia y reparación para todas y todos quienes han sido parte de la dinámica social que generó el actual proceso constituyente. Por eso no se puede valorar esta declaración sin recordar los antecedentes históricos que la enmarcan, en especial el contexto de impunidad, arbitrariedad y daño deliberado a los que se vieron sometidos todos aquellos que de un modo u otro participaron o se vieron incorporados en ese proceso de movilizaciones, a partir de un ciclo de escalamiento del conflicto, por responsabilidad directa del Estado.
Lo ocurrido a partir de octubre de 2019 no se puede explicar sin reconocer la incapacidad del sistema político y de las fuerzas policiales para contener una masiva e inédita ruptura del orden público. La misma acción del Estado, desde antes de del 18 de octubre, fue generando, incitando y promoviendo una dinámica que incubó e incrementó gravemente la conflictividad social, al punto de arriesgar la viabilidad misma de la gobernabilidad democrática. Nunca está de más recordar que lo que se jugó la noche del 14 al 15 de noviembre de 2019 era mucho más que la continuidad del Gobierno de Sebastián Piñera, como se suele argumentar. Lejos de eso, lo que existió fue la amenaza de militarizar el proceso político, con el riesgo de cruzar los límites que la propia constitución vigente había dispuesto para preservar la institucionalidad. En otros términos, el Estado llegó a una disyuntiva: o se restablecía el orden por la vía militar, con el previsible efecto de traspasar los límites constitucionales, asumiendo los costos en vidas humanas que ello implicaba, o se acudía a un acuerdo que permitiera superar el actual orden constitucional, reestableciendo las garantías fundamentales desde un nuevo contrato, legitimado socialmente.
Las historias de vida de los jóvenes presos de la revuelta y de quienes sufren los daños por la militarización del Wallmapu sólo se entienden como efecto de esta dinámica general, a escala país. Sus casos particulares resultan incomprensibles de no tomar en consideración el alcance de la política de represión llevada a cabo por el Estado, desde antes del estallido social, pero agudizada a niveles críticos desde que se decreta el estado de emergencia en 2019. Para hacer justicia en estos casos es necesario asumir, como dice Axel Honneth, que los conflictos sociales son luchas por el reconocimiento de la dignidad humana. En estos casos se ha buscado, por la vía penal, una forma de degradación y desprecio deliberado, una forma de crueldad basada en la utilización de la ley de Seguridad interior del Estado, la extensión arbitraria de la prisión preventiva, en medio de ausencia de garantías procesales, y en abierta discriminación y exclusión, como condición de su procesamiento.
La Convención Constitucional ha dado un primer y sólido paso hacia lo que Avishai Margalit ha llamado “una sociedad decente”, en la que las instituciones no humillan a los ciudadanos que viven bajo su jurisdicción. Humillar significa no considerar a las personas como seres humanos, sino como figuras o infrahumanos. Chile es una república bastante “civilizada” en términos de desarrollo económico, pero indecente en la forma como trata a quienes no caben en el patrón hegemónico de privilegios y reconocimientos. Este es el núcleo político y cultural que la Convención se ha propuesto cambiar.