La excepción como regla general
Sin duda, dada la importancia, reiteración y la gran cantidad de países que han declarado estados de excepción constitucional, este tema adquirirá bastante trascendencia durante el debate constitucional. Y, lo más probable, es que debido a la poca claridad con que están tratados tanto en la Carta actual como en su ley orgánica constitucional, sufran algunas modificaciones
Álvaro Vergara es Investigador Fundación para el Progreso
Hace aproximadamente tres semanas el Senado, con 26 votos a favor y 12 en contra, aprobó el decreto ingresado por el Ejecutivo para extender el Estado de Catástrofe hasta el 30 de septiembre. Si a esto le sumamos el Estado de Sitio decretado durante el estallido social de 2019, cumpliremos ya más de un año y medio viviendo en medio de la incertidumbre y con nuestras libertades básicas cercenadas. Es increíble notar cómo ya casi nos hemos acostumbrado a que la autoridad restrinja y delimite casi todo lo que está permitido o no en nuestras vidas, o cómo ahora nos invade un sentimiento de culpa al hacer algo tan humano como trasladarse para visitar a nuestros seres queridos o amigos.
Y en efecto, casi la mayoría de las Constituciones del mundo establecen una especie de excepcionalidad, que habilita a la autoridad para tomar decisiones y diferentes cursos de acción con el motivo de hacer frente a circunstancias extraordinarias. Algunos autores, con el fin de justificar estas medidas, adhieren a una concepción “organicista” del Estado, diciendo que los estados de excepción constitucional servirían para remediar ciertas “enfermedades”, “momentos de crisis” y “contratiempos” del cuerpo político, de la misma forma a cómo los sufre una persona (Pfeffer 2002). Otros, más recelosos, han configurado a los estados de excepción como una facultad que legaliza la represión política y la violación de derechos fundamentales por parte del Estado (Collier y Sater 3004; Huneeus 2009).
El problema es que toda instauración de excepcionalidad cruza una barrera en la vida de las personas que luego se hace muy difícil de volver a reacomodar a sus circunstancias iniciales. El ser humano es un animal de hábitos, un ser que, generalmente, se acostumbra a vivir bajo cierta habitualidad y predictibilidad respecto a la conducta propia y de los otros, incluyendo, por cierto, la de la misma autoridad. Por lo tanto, cuando la excepción se vuelve cotidiana, es solo cuestión de tiempo que los individuos se acostumbren a vivir bajo esas condiciones, por injustas que sean. De pronto, para aquel que cumple la ley, es una falta salir a caminar a la calle, visitar a tus padres, querer abrir tu negocio o reunirse con sus amigos. Es, entre otras cosas, por el fenómeno descrito, que la pasividad con que la mayoría de la gente se ha tomado el cercenamiento de sus libertades más básicas, como la libertad de movimiento, de reunión, o de emprender, no se haya vuelto tan extraña.
Pese a que diversos e importantes autores del pensamiento liberal concordaban con la necesidad de establecer ciertos mecanismos de excepción constitucional, siempre miraron con sospecha a este tipo de facultades. Autores como Benjamin Constant o Thomas Jefferson, se opusieron fuertemente a estas normas excepcionales, ya que -como bien pudieron notar- estas iban aclimatando y generando las condiciones para que la usurpación del poder fuera tranquila y fácil. Aunque Jefferson más tarde reconocería la necesidad de estas medidas.
No hay mejor ejemplo para analizar cuando el Estado de Excepción se vuelve regla general que en los casos de dictaduras —y Chile está lejos de serlo—. Es por esto que autores autoritarios como Carl Schmitt o Donoso Cortés, reconocían de plano que estas medidas conformaban un instrumento de control social, pero lejos de criticarlas, las consideraban como un elemento esencial para un orden político sano. Así, los estados de excepción constitucional, cuyo origen se encuentra en las instituciones del derecho romano, como la declaración de hostis publicum, la Senatus consultum ultimum, los tumultos y el justitium, y la misma dictadura —que era un magistratura excepcional con una duración temporal—, adquieren una carga negativa y perversa cuando son utilizadas de acuerdo a las doctrinas de los apologistas del autoritarismo como lo fueron Donoso y Schmitt.
Sin duda, dada la importancia, reiteración y la gran cantidad de países que han declarado estados de excepción constitucional, este tema adquirirá bastante trascendencia durante el debate constitucional nacional. Y, lo más probable, es que debido a la poca claridad con que están tratados tanto en la Carta actual como en su ley orgánica constitucional, sufran algunas modificaciones. En ese sentido, y utilizando insumos de derecho comparado, sería interesante analizar la normativa polaca, cuya Constitución establece seis razonables principios para la aplicación de los estados de excepción: excepcionalidad, legalidad, proporcionalidad, limitación de los motivos, estabilidad normativa y protección de la representación política (Minerva Center 2016).