¿Qué hacer con nuestras fronteras?
Es definitivamente necesario establecer urgente un severo control de las fronteras norteñas, donde entra la casi totalidad de ilegales. Carabineros y PDI no pueden con ello ni en cantidad, ni en logística. Chile tiene un ejército moderno y bien dotado para esta tarea, y una fuerza armada disponible.
La frontera norte de Chile se transformó en un colador rotoso. Centenares de migrantes ilegales la cruzan penosa y diariamente por pasos sin control, guiados por inescrupulosos chacales peruanos o chilenos que conocen al dedillo al desierto, la rutina de la policía y los riesgos que sus clientes corren una vez los hayan abandonado a su suerte. Y siguen llegando mientras el Gobierno nada hace para acallar a una oposición obstructiva que lo critica ya sea por dejarlos entrar o ya sea por expulsar una parte. Es una tragicomedia en un circo cruel, incomprensible: le echan en la cara al Presidente que fue él quien invitó a los venezolanos y paralelamente pregonan que los DD.HH. deben respetarse y los refugiados deben recibirse vengan de donde vengan.
La fama generada hace unos diez años de un Chile paradisíaco enceguece a estos hombres, mujeres, familias enteras con bebés y niños pequeños; principalmente migrantes venezolanos que huyen del “Madurismo”, peruanos o bolivianos que no encuentran trabajo en casa, colombianos que creen encontrar trabajo o saben que encontrarán sus clientes para vender su droga y los hace venir. Y estos últimos no son perseguidos, sino engañados o esperanzados. Venir haciendo dedo, caminando miles de kilómetros, con hambre, sed, mugre y enfermedades. Y nuestro querido vecino los deja pasar sin problemas; total: dejarán, gastarán una parte de sus miserables recursos allá.
Unos 8.000 ilegales fueron “registrados” (¿cómo los registran?) en 2019, más del doble en 2020, y todavía nadie sabe cuántos durante el año en curso. Sin embargo, observando la fragilidad de esa información y la cantidad de rostros nuevos en el país, esas cifras no deben mostrar más que una fracción de la realidad. Según el informe del Departamento de Extranjería, la cantidad de nuevos residentes legales registrados apenas aumentó con 12.000 individuos en 2020, año en el que abrieron prácticamente la frontera para los que solicitaron entrada; vale decir, llegaron más ilegales que legale, y muchas/os de ellos delincuentes, narcos, perseguidos por la justicia.
Los que están arrepintiéndose del Edén, son gran parte de la oleada haitiana, sin duda la más esperanzada y, después, más desilusionada de las posibilidades en el paraíso. Pero aquellos que vienen aún, todavía creen, todavía no lo saben. Y en el camino los alientan, solo para que no se les ocurra parar en vez de seguir su trayecto meridional. Cuando por fin llegan a los primeros asentamientos chilenos, no los esperan con aplausos, sino con rechazo y hasta violencia. Quieren que vuelvan, que no acampen en las plazas y las calles donde viven, deambulan, duermen, mendigan, comen lo que pueden, hacen sus necesidades y botan sus basuras. Esta es la triste, la amarga verdad.
Independientemente de lo que pregonan los parlamentarios de izquierda (¿realmente, qué pregonan?), los líderes del IDH, gran parte de los constituyentes, la verdad es que Chile hoy está en una posición muy contradictoria: no tiene suficientes recursos para recibir esa masa de inmigrantes, ya sean legales o no pero, al mismo tiempo, sí necesita muchos trabajadores en distintas áreas – principalmente en el campo – que chilenas/os no quieren, no tienen ganas de atender. Con las bonificaciones nacidas en la pandemia para solventar la falta de ingresos, mucha gente se puso aparentemente cómoda y por el momento vive de los retiros de sus ahorros jubilatorios.
Veamos cómo se podría enfrentar esto, cómo transformarlo de calamidad a algo que genere beneficios, a semejanza de reciclar plástico. Porque soluciones deben haber, no es posible que en medio de una crisis económica, sanitaria, política y ocupacional todo sea derrota y la inmigración – legal o no – solo empeore las cosas. Los que llegan, automáticamente recargan el gasto en la salud pública, evaden impuestos con sus trabajos informales, ocupan puestos antes atendidos por chilenas/os en medio de desocupación o agregan desocupación a la ya existente. Creo que antes que nada, el Estado debería organizar a los inmigrantes, distribuirlos en diferentes zonas de país (pues todos o se quedan en el norte o invaden la capital…) haciéndolos trabajar antes que nada para construir sus propias viviendas, barrios, pueblos. Para ello, se les facilitaría una especie de préstamo o adelanto consistente en materiales, terrenos y adiestramiento para que, bajo la conducción de profesionales, fabriquen sus propios hogares. En o cerca de estos asentamientos se deberían promover mediante grandes facilidades nuevas industrias, emprendimientos agrícolas, forestales, etc., para darles una ocupación productiva que les genere ingresos, al mismo tiempo de poblar zonas aún necesitadas de desarrollo en el país. Así se hizo, por ejemplo, en Israel. Y todos, antiguos y nuevos, quedaron contentos.
Por otro lado, es definitivamente necesaria establecer urgente, mañana mismo, un severo control de las fronteras norteñas, donde entra la casi totalidad de ilegales y quedarse estancado con la cantidad de gente que ya está acá. Carabineros y PDI no pueden con ello ni en cantidad, ni en logística. Las policías son para garantizar el orden y la seguridad, perseguir el crimen y controlar el cumplimiento de leyes de convivencia; no están preparadas ni destinadas para defender nuestros confines. Chile tiene un ejército moderno y bien dotado para esta tarea. Una fuerza armada que, aparte de sus maniobras y ejercicios, está vacante, y por lo tanto disponible. ¿Quién sino ella para patrullar, controlar la frontera? ¿Cuántos miles de soldados están a disposición para ello? ¿Acaso no les serviría también de adiestramiento, de práctica pasar en esa labor varios meses de su servicio? ¿Cómo no se le ocurre a ninguna de nuestras autoridades esa evidente, lógica y fácil solución?
Por último, es necesario poner coto también a la inmigración. Por el momento Chile no necesita importar gente, excepto que vengan ya sea con capital, ya sea con un oficio que necesitemos para poner nuevamente en marcha al país. Limitar la entrada a una cantidad controlada y seleccionada no es ningún pecado, no atenta contra los derechos humanos, no nos enemista con otros países. En cambio sí defiende los intereses de los que ya vivimos en esta larga franja, aparte de estar solicitado a gritos por todos que queremos una existencia mejor, estar en paz y pagar con nuestros impuestos, entre otras cosas, la seguridad de las fronteras.