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Actualizado el 24 de Octubre de 2021

La democracia no es para los puros ni para los villanos

La democracia por esencia no es para los impolutos, porque implica una permanente transacción y en sociedades cada vez más atomizadas, el ejercicio es aún mayor. Tampoco es para los villanos porque rechaza que se sirvan del poder para su satisfacción personal.

La democracia no ofrece atajos, pero permite la participación, el diálogo y decisiones que se traducen en cambios graduales y que mantienen el equilibrio. AGENCIA UNO/ARCHIVO
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Juan Pablo Glasinovic

Juan Pablo Glasinovic es Abogado

En la última década, el estado de las democracias en el mundo ha empeorado. Más allá de nuestra propia percepción y del acontecer noticioso mundial, lo reflejan los diversos instrumentos que dan seguimiento a este sistema de gobierno. Freedom House, The Economist y Latinobarómetro, por mencionar algunos, nos muestran como han disminuido las democracias plenas y se han acrecentado los regímenes híbridos, es decir, aquellos que conservan algunas características democráticas, como elecciones regulares, pero que van en una deriva autoritaria.

Este proceso responde a múltiples factores, con sus particularidades según el país, pero se pueden agrupar en dos grandes categorías: los activos y los pasivos. Entre los primeros están las acciones de personas y grupos que expresamente buscan terminar con la democracia para instalar su propio sistema. Los segundos, en tanto, se refieren a las percepciones y convicciones. Es la gente que probablemente no participará en una estrategia o intentona para acabar con un régimen democrático, pero que lo percibe negativamente o con indiferencia.

Como ha quedado en evidencia en numerosos estudios fundados en la experiencia histórica, el elemento central para la preservación de la democracia es el subjetivo, o sea la percepción y convicción de que es el mejor sistema de gobierno que hemos desarrollado los humanos. Cuando esta convicción se debilita, entonces servirán de poco los resguardos institucionales.

En épocas de crisis y encrucijadas históricas como la que vivimos a nivel global, hay una natural tendencia a la polarización en la población. Las alternativas pasan a ser percibidas como de suma cero.

Además, como en toda crisis o período de turbulencia, aflora lo mejor y lo peor de la naturaleza humana. Siendo esta extremadamente compleja, a veces la búsqueda del bien se traduce en la consecución del mal. Por eso lo más peligroso para la subsistencia de la democracia, es cuando un grupo de personas cree representar el bien y busca imponerse sobre el resto. Son los fariseos y jacobinos de la historia.

Es imposible no volver la mirada a lo que está pasando en nuestro país, donde se da precisamente esta dinámica. Personas y partidos políticos que hablan de refundar el país y de redimirlo. Ese místico entusiasmo se ha instalado también en buena parte de nuestros constituyentes, que creen que una nueva carta fundamental no solo sanará las heridas del pasado, sino que será la piedra angular de una sociedad fraterna con un hombre nuevo.

El problema por supuesto no está en esa aspiración – (casi) todos queremos el bien común – está en la soberbia e intolerancia para imponer una visión de país y sociedad.

Nuestros jacobinos consideran a nuestra democracia en estado terminal o de grave crisis (si es que la valoran realmente) y vislumbran nuevas formas de expresar y recoger la voluntad popular. ¿Cómo? Mencionan como un mantra “la expresión de la calle” y del “Pueblo movilizado”. Estos vagos conceptos son en realidad el asambleísmo, y las marchas y protestas. El primer fenómeno se expandió desde las lides electorales estudiantiles a todos los otros ámbitos. Su definición es que un grupo se propone tomar decisiones, lo que se hace a viva voz, con muy poca discusión y con adláteres que inclinan la balanza para el lado de quien convocó, forzando el resto a seguir lo adoptado. Quien osa contradecir, si a su vez no tiene un grupo detrás, termina “funado”.

Para estos mismos jacobinos, esta figura es la expresión máxima de la democracia directa. No hay intermediación, todos pueden participar y hay espacio para resolver y decidir todo, sin demora.  Y otra forma de manifestar la voluntad popular es en las movilizaciones, a favor o en contra de cualquier cosa.

Por supuesto en todo esto no hay conteo de votos ni espacio para el debate de ideas, más allá de eslóganes. Pero sí curiosamente muchos exégetas de la voluntad del Pueblo y de sus aspiraciones. Estos jacobinos creen leer en las asambleas y movilizaciones lo que el conjunto quiere, cuando en realidad no hacen más que reflejar lo que ellos anhelan en los otros.

Y la violencia dicen, es la partera de la historia. En su cruzada personal y política, se justifica. Si el bien está de su lado, otorga la legitimidad de la fuerza para derrotar a los que se oponen y para afirmar a los tibios y enderezar a los críticos.

Con preocupación vemos como un alto porcentaje de los chilenos, con mayor incidencia en los grupos etarios más jóvenes, justifica la violencia política en determinadas circunstancias, para desatar y empujar cambios (y claro está para defender lo logrado).

Esta preocupación aumenta cuando varios de los candidatos presidenciales la justifican y la han aplicado directamente o por incitación. A pesar de algunas tibias condenas a los violentos episodios que hemos vivido últimamente, su visión parece no haber cambiado porque siguen siendo en el fondo de sus almas, unos puros jacobinos.

La democracia por esencia no es para los impolutos, porque implica una permanente transacción y en sociedades cada vez más atomizadas, el ejercicio es aún mayor. Quien considera que sus objetivos son intransables entonces no puede participar de buena fe del ejercicio democrático. Eso no obsta a que eventualmente procure servirse de sus mecanismos para sus fines, muchas veces haciéndose el compungido o compungida por tener que ensuciarse por la causa mayor.

Tampoco es para los villanos porque rechaza que se sirvan del poder para su satisfacción personal. Pero por ser lo más obvio, siempre ha sido lo más fácil de enfrentar.

Pero lo verdaderamente peligroso son esos santones de la política, que prometen el paraíso terrenal, por las buenas o por las malas.

La democracia no ofrece atajos a nada. Usualmente tampoco tiene épica. Pero permite la participación, el diálogo y decisiones que se traducen en cambios graduales y que mantienen el equilibrio entre un conjunto y sus subgrupos. No hay buenos ni malos, más allá del calor de algún debate o campaña. Son todos ciudadanos que promueven y defienden sus intereses de lo cual sale una síntesis de lo posible según el tiempo y lugar. “En la medida de lo posible” sería un buen lema de la democracia.

Yo no creo en los paraísos terrenales ni en las refundaciones, y menos cuando se considera el uso de la violencia. También creo que nadie puede arrogarse la condición de superioridad moral respecto de otros y considerar que su proyecto es el único valido para todos. Por eso al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

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