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4 de Marzo de 2022

Liderazgo y guerra

Mientras Putin se muestra como un soberano implacable y frío, Zelenski aparece como una persona común con un sentido de salvación. Ambos sienten compartir una misión histórica, pero mientras uno lo hace desde una lógica de poder, el otro siente que la coyuntura lo obliga a defender la libertad y supervivencia de un pueblo.

Por Redacción EL DÍNAMO
Zelenski ha sido toda una revelación para su país y el mundo, ya que ha exhibido gran valor al asumir la defensa del país.
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Con ocasión de la invasión putinesca a Ucrania, me ha vuelto a rondar la importancia del liderazgo personal en todo orden de cosas y sus distintas manifestaciones. Más aún cuando en la mayoría de las democracias hay una erosión de las instituciones y una revitalización del poder individual, especialmente de la mano del populismo tan extendido.

Como lo dije en mi columna pasada, la invasión a Ucrania responde a una decisión del autócrata presidente ruso, en total desconexión con la sociedad de su país, que no estaba en ánimo bélico y menos contra Ucrania. ¿Cómo se pudo llegar a eso? La primera respuesta es por la inmensa concentración de poder en un individuo, en este caso Putin. Pero, ¿cómo fue posible que una persona pudiera acumular tanto poder, como para decidir por sí y ante sí arrastrar a su país a una guerra sin el conocimiento ni voluntad de su población? Es interesante revisar la historia personal del presidente ruso y cómo forjó su liderazgo y qué representa este, como una de las claves del conflicto actual.

Vladimir Putin nació en 1952 en Leningrado (actual San Petersburgo), casi en la mitad del período soviético (1917-1991). Estudió Derecho en su ciudad natal recibiéndose con honores y en 1975 fue reclutado para la Dirección de la Inteligencia Exterior del Comité de Seguridad del Estado (KGB) en la URSS. Como sabemos, la KGB fue una de las entidades más relevantes del régimen soviético para controlar a la población y extender la influencia soviética en el exterior, al mismo tiempo que protegerse de amenazas foráneas.

Putin hizo una exitosa carrera como espía, y en 1985 fue asignado a Alemania, en labores de contrainteligencia. En ese oficio de las sombras y donde casi todo está permitido, se definieron los estándares personales de Putin. La caída del muro ocurrió mientras estaba en Alemania, lo que fue seguido al poco tiempo por el desmoronamiento soviético. Para alguien que se había formado y desempeñado en el corazón del Estado soviético, esto fue un golpe devastador. Posteriormente diría que “la caída de la Unión Soviética ha sido la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”.

Con la debacle soviética, Putin regresó a San Petersburgo, desempeñándose como académico. El mismo relata que tuvo que trabajar además como taxista para vivir. Pero rápidamente, en función de sus contactos, iniciativa e inteligencia, entra en el círculo del alcalde de la ciudad, Anatoli Sobchak, del cual llegó a ser el brazo derecho. Este junto con Anatoli Chubais, quien fue viceprimer ministro de Yeltsin y uno de los artífices de la gran privatización de las empresas rusas, lo catapultaron a la esfera nacional. Cuando Sobchak perdió la reelección, Putin se fue a Moscú, ingresando al equipo del gobierno de Boris Yeltsin, escalando posiciones y llegando a ser director del Servicio Federal de Seguridad, ente que ocupó el espacio del KGB.

El gobierno de Yeltsin fue el primero de la nueva Rusia y tuvo que lidiar con el caos del derrumbe de la estructura anterior y de tratar de construir una nueva administración y economía. En ese esquema Putin demostró ser una persona disciplinada y ejecutiva. Aparte de contar con la confianza de Yeltsin, del cual fue el sucesor interino cuando renunció anticipadamente en 1999, para luego ser electo en propiedad el 2000, fue ungido como candidato por los oligarcas rusos que se habían hecho ricos aprovechándose del caos y de las privatizaciones. Estos pensaron que podía ser dócil y funcional a sus intereses, en atención a su capacidad de trabajo y bajo perfil.

Como muchos antes y después, se equivocaron medio a medio. Al poco tiempo de asumir como presidente, Putin se encargó de neutralizar a quienes creían tenerlo de marioneta y los que no se sometieron, terminaron presos y despojados de sus empresas, o tuvieron que exiliarse. En adelante, quedó establecido que los grandes empresarios mantendrían esa condición siempre que colaboraran con el poder político y estuvieran subordinados a él. Junto con lo anterior, apuntó tempranamente contra la prensa independiente, interviniéndola exitosamente. También se encargó de cooptar o eliminar a cualquier opositor que pudiera amenazar su poder.

Junto con aquello, Putin emprendió la segunda guerra contra Chechenia, la cual había logrado afirmar cierta autonomía durante la primera. Este conflicto es un espejo de lo que han sido sus posteriores intervenciones, como la guerra contra Georgia, su apoyo al régimen sirio, la recuperación de Crimea en 2014 y la actual invasión a Ucrania. En todas ellas el patrón ha sido el mismo: ataques implacables con un alto número de víctimas civiles y gran destrucción de ciudades e infraestructura.

Al comienzo sintonizó bien con la población rusa, generando desarrollo económico y recuperando el orgullo nacional. Pero se fue prolongando en el poder y hoy, reformas constitucionales mediante, podría gobernar como presidente hasta el 2036. Aprovechándose de su popularidad inicial construyó un régimen cada vez más personalista hasta ser hoy prácticamente la reencarnación de un zar. Es hermético y no confía prácticamente en nadie.

Cuando Biden fue vicepresidente y se reunió con Putin en 2011, cuenta que tuvieron el siguiente diálogo: “Señor primer ministro, le estoy mirando a los ojos, no creo que usted tenga alma”. Luego en su condición de presidente, tildó a Putin de “asesino” y que “pagará las consecuencias”.

En síntesis, Putin es un líder que, por formación y convicción, antepone la razón de Estado (la que define él mismo) a cualquiera otra consideración, sin escatimar en los medios. Su propósito es restablecer el poderío ruso a cualquier costo. Le anteceden en la misma lógica personajes como Iván el Terrible, Pedro I, Catalina I y el propio Stalin que fundaron su grandeza en millones de muertes.

Un liderazgo totalmente distinto y opuesto es el del presidente ucraniano Volodimir Zelenski. Este nació en 1978 en el seno de una familia judía rusoparlante en Ucrania (en ese entonces parte de la URSS). Al igual que Putin, estudió Derecho, pero se dedicó a su pasión: la actuación y el humor. Participó en varias series, programas y películas y a partir de ahí se catapultó a la política, con una plataforma anticorrupción. En 2018 decidió competir a la presidencia de la república, sorprendiendo a todos con su triunfo. Hizo una campaña novedosa y con la utilización de las redes sociales y trajo aire fresco a un establishment político acartonado.

Es el primer presidente judío de su país, hecho simbólico muy potente en atención al Holocausto y la participación de muchos ucranianos en ese proceso de genocidio. Su elección es entonces una suerte de reconciliación con ese turbio pasado nacional. La condición de judío podría explicar en parte su visión más pro europea y menos vinculada al mundo cristiano ortodoxo dominado por Rusia, guiando su política durante sus años de gobierno.

Pero así como el liderazgo de Putin cuajó tempranamente en sus principales características, el de Zelenski está aflorando en las condiciones de guerra. Los conflictos, como sabemos, sacan a relucir lo mejor y lo peor de la naturaleza humana. En este caso Zelenski ha sido toda una revelación para su país y el mundo. Ha exhibido gran valor al asumir la defensa del país, quedándose en la asediada capital, compartiendo con civiles y militares en distintos puntos del frente, y negándose a abandonar Ucrania. Con ello ha logrado una gran sintonía con la población, galvanizando su movilización y resistencia, y dejando en evidencia la existencia de un potente sentido de nación, la misma que Putin niega que existe.

Zelenski ha acudido a sus atributos actorales y de comunicación para empatizar con su pueblo y alentarlo, al mismo tiempo que ha interpelado directamente a los rusos para revertir la situación desatada por una persona. También se ha convertido en una suerte de voz de la conciencia de los países europeos, para que no dejen solo a su país, logrando una importante cooperación militar y una movilización de esas sociedades para asistir a Ucrania.

Mientras Putin se muestra como un soberano implacable y frío que pareciera jugar ajedrez, Zelenski aparece como una persona común con un sentido de salvación. Salvar a su país del aniquilamiento. Ambos sienten compartir una misión histórica, pero mientras uno lo hace desde una lógica de poder, el otro siente que la coyuntura que no eligió, lo obliga a defender la libertad y supervivencia de un pueblo.

Y al final es eso: autoritarismo contra libertad, cada uno con su liderazgo. ¿Por qué un líder se inclina en uno u otro sentido? Sus vidas y opciones, como las reseñadas nos dan algunas luces.

¿Cuántos Putines hay en nuestro mundo y cuántos Zelenskis? ¿Qué estamos haciendo para que abunden más los segundos o neutralizar a los primeros? Queda claro una y otra vez que cuando se permite la personalización del poder, esto deriva en la pérdida de libertad y eventualmente en estar supeditado, cual pieza de ajedrez, a un autócrata, para cumplir sus designios, lo que muchas veces puede terminar en guerras y grandes sufrimientos.

Cuando la tentación es grande en muchos países para barrer con políticos e instituciones, tengamos claro que la alternativa de entregarse a un caudillo es la peor solución. Aunque sea mucho más difícil, la única manera de fortalecer la democracia es aumentando la participación y preservando un adecuado equilibrio de poderes. Las democracias raramente llevan a la guerra, mientras las dictaduras lo hacen a menudo.

 

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