No existe una guerra lejana
Una guerra siempre nos es cercana, porque apela a nuestra humanidad compartida. Reconocemos el miedo y la angustia de quienes son atacados, y no es difícil darnos cuenta qué sentiríamos nosotros si estuviéramos en su lugar. Todos somos refugiados y todos somos vulnerables.
Aunque parezca lejana, desde una perspectiva humana toda guerra nos es cercana, demasiado cercana.
La tragedia de una guerra es que tiene un alto precio y lo terminan pagando personas inocentes.
Quien ataca busca imponer su punto de vista, ya sea guiado por la búsqueda de recursos económicos, o guiado por una ideología, o incluso guiados por la idea de anticiparse a una hipotética agresión. Sea cual sea el caso, se cae en el sinsentido de imponer una idea y dejar de lado la dimensión humana.
La dimensión humana va más allá de hablar de número de víctimas, implica ver los rostros, las miradas, las lágrimas del otro, y con ellos la angustia y la desesperanza. La dimensión humana es concreta, carnal e ineludiblemente existencial, implica incluir la singularidad de la otra persona.
El precio de una guerra lo terminan pagando no quienes toman las decisiones, sino niñas y niños, jóvenes, adultos, adultos mayores, quienes ven truncados sus proyectos vitales y más aún, pagan con sus vidas.
Una guerra siempre nos es cercana, porque apela a nuestra humanidad compartida. Reconocemos el miedo y la angustia de quienes son atacados, y no es difícil darnos cuenta qué sentiríamos nosotros si estuviéramos en su lugar. Todos somos refugiados y todos somos vulnerables.
También vemos los gestos de profunda humanidad de quienes ayudan a los refugiados y les brindan un techo, una sopa caliente, la tan necesaria hospitalidad en tiempos de angustia.
Esta y cualquier guerra de entrada es una derrota, es un modo de claudicar ante lo más básico, la negación de la dignidad y la reciprocidad del otro.
Podemos recordar que una guerra siempre nos es cercana, aunque esté ocurriendo en un rincón lejano de nuestro planeta. Nos recuerda que la paz no está garantizada y que necesitamos contribuir a preservarla.
Aunque nuestro ámbito de acción sea extremadamente acotado, podemos aportar con nuestras intenciones, nuestras palabras y acciones, y podemos elegir hacer una diferencia, cultivando en lo cotidiano una motivación compasiva.