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21 de Mayo de 2022

Cuando el equipo anda bien, la hinchada lo hace perder

Sépanlo: fui yo y mi amargura. Mi pecho frío, que no gritó hasta romper la voz como dicta el manual de la hinchada más loca que hay. Los alboadictos. The Spectros: tiemblen. The Smanes y los Sxiciditas. 

Por Carlos Fuentealba
Pasan diez minutos y empieza una pelea entre facciones de la Garra Blanca. Nada muy chocolatoso. Media hora después, estamos todos callados. Y a la hora, ya saboreamos demasiado la derrota y el hielo. AGENCIA UNO/ARCHIVO
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Soy yeta, lo admito. No lean más estas líneas porque podría irles mal. Como le pasó a Colo Colo el jueves. Fui yo. Barti, fui yo, disculpa. Gustavo, fui yo, no analices más. Peluca, mi buen amigo: deja de comandar a los cabros, fui yo. 

Que se bajen del pony también los argentinos y el River Plate de Marcelo Gallardo. Muertos. Qué fútbol champagne ni que ocho cuartos, qué seis peldaños arriba de cualquier chileno. Ni Julián Álvarez: muertísimo. ¿El negro De la Cruz? ¿Ese que si fuera brasileño valdría 60 palos y ya estaría en el Chelsea? Un cadáver. Mucho menos el aparecido ese de Enzo Fernández, que controla dirigido, la pisa y chutea bombazos con las dos. No. No les crea. Son inventos de Fox Sports. 

Sépanlo: fui yo y mi amargura. Mi pecho frío, que no gritó hasta romper la voz como dicta el manual de la hinchada más loca que hay. Los alboadictos. The Spectros: tiemblen. The Smanes y los Sxiciditas. Nuestro pueblo albo, humilde, trabajador, sufrido, cogoter… victimizado por un sistema opresivo que estamos a punto de dejar atrás. 

A todos ellos les ruego mis más sinceras disculpas y les confieso mi principal pecado: he sido medio chueco. Me he avergonzado de mi gente, de mi raza guerrera. De esa que impidió el descenso. Porque los grandes no descienden. Sépanlo gallinas: ese es nuestro triunfo moral, el que cantamos ayer hasta romper la voz, incluso cuando íbamos 0-4: son de la B, son de la B, son de la B. 
Pero fuera de este axioma, sabido por cualquier Cacique Guerrero Chuck Norris desnudo invencible, la verdad es que no me he portado bien. No me he bancado todas las actitudes para ser digno de mi pueblo, como el Lautaro nerudiano. No. Yo he sido un yanacona y he sentido vergüenza de los míos; vergüenza, sí, el más vergonzoso de todos los sentimientos.  

Perdóname Cayuqueo, perdóname Galvarino; Héctor Llaitul, quémame vivo por favor. No permitan que diga  que comparto lo que para el diario La Nación de Argentina, sí, el de Macri, resultó evidente: que a Colo Colo lo sacó del partido la hinchada cuando se colgó de las rejas en el entretiempo. Que a los cabros en la cancha, allí, arriba del escenario, les dio vergüenza, como a mí, estar expuestos frente a 80 mil argentinos riéndose de lo monos que somos. 

Y esa vergüenza es la que trae mala suerte. Por eso pido disculpas. Porque en esos casos es sabido que hay que gritar con más fuerza. Hay que demostrar que tenemos huevos. No nos importa el cuarto gol de Barco; filo todo. Nos tenemos que hacer los choros pegándoles alli donde les duele, aunque su sentido sea cada vez más dudoso.

Un hombre de 50 años reivindica la colonización de los ingleses en las Malvinas gritando a todo pulmón, frente a su niño de siete años que lo mira perplejo, mientras a los chilenos los pasean en la cancha. Y me pregunto: qué hemos hecho ¿Cuándo nos inculcaron esa rabia? ¿Será acaso como una borrachera que siempre trae su resaca? ¿Será eso nuestra necesidad de cambio: la gran resaca de tres décadas de súper acumulación capitalista? Y esta nuestro afán conservador: el piloto automático de un chuchetumadre que te susurra, “pero toma po, ¿somo o no somo amigos?”.

La hinchada de River Plate se va rebosante y en completo orden. Parece el Bernabeu, salvo por nosotros que estamos allí, encerrados, con frío y pena. Pasan diez minutos y empieza una pelea entre facciones de la Garra Blanca. Nada muy chocolatoso. Media hora después, estamos todos callados. Y a la hora, ya saboreamos demasiado la derrota y el hielo. Esto ya lo hemos visto demasiadas veces. Por eso hablamos para no deprimirnos, encerrados en ese estadio vacío. Le digo a un amigo que es mejor que juguemos la última fecha sin público. Porque somos yeta. Nos suspende la Conmebol. Tratamos de entrar por escritorio al Mundial, pero no tenemos plata. Se ríen de nosotros afuera del país porque nos agrandamos al reverendo peo y, más encima, tratamos de hacer de eso una épica. Así que no queda otra: tenemos que ir pa la casa y meter la cabeza en el tarro. Pensar, pensar, pero no equivocarse. 

Ya va una hora y media ahí. Van a ser las una de la mañana. Pucha que hace frío acá. Se escucha a un par de niños llorando. ¿Estos bastardos nos querrán disciplinar? Tan mal no nos vendría, pienso, y me doy cuenta que lo están logrando. 

Somos dos mil colocolinos en la bandeja más alta del Monumental. No tenemos a quién insultar y ya se fue hasta la transmisión del partido. Los pacos, la seguridad, todos. Solo quedamos nosotros encerrados allí, para que no generemos disturbios en el barrio pituco de Nuñez. 

Ya sin ganas de cantar ni reivindicar un sentimiento que está por el suelo, aparece algo genuino: el aburrimiento. La gente empieza a armar avioncitos de papel con las entradas impresas y los tira a volar, tratando de que lleguen al campo de juego. Al comienzo, son un par al que todos miramos de reojo. Pero de pronto, uno de esos origamis voladores atraviesa la reja y vuela, cruzando la pista atlética, en un tenue equilibrio que sostiene hasta caer al borde de la cancha. Provoca una ovación y una carcajada. Es muy grande la nada gigante en la que hemos estado flotando: somos dos mil huevones humillados a más no poder, tratando de entretenernos. Hasta tiernos parecemos. Me acuerdo de Víctor Jara. Somos dos mil en este estadio. No tenemos nada, pero armamos nuestros aviones para que surquen el cielo platense de nuestra derrota. Envuélvete en mi cariño, deja la vida volar. Silbo la quena de esa canción y perdono, por un rato, tanto palo que hemos recibido. Pido perdón por los que hemos dado y quiero dejar de yetearla apuntando hacia el abismo. Es tiempo de hacerle bien a los propios. De prestarse ropa en los tiempos difíciles y no volverse tan inabordable como para que al resto le asuste pararnos el carro cuando estamos dando jugo.

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Periodista

 

 

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