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7 de Diciembre de 2022

De gentrification a flaitification

Ambas dimensiones afectan, según cómo se vea, a conglomerados, comunidades y colectivos, pero a fin de cuentas, el que soporta el sufrimiento es el individuo, la persona de carne y hueso. 

Por Rodrigo Muñoz Ponce
Esa es la raíz del problema, aunque no la única: La gran abdicación que hemos visto por parte del Estado chileno en sus labores básicas, primero en lo grande (como las concesiones, licitaciones) ahora en lo pequeño: La seguridad interior. AGENCIA UNO
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La gentrificación es un fenómeno de cultural, alguna vez criticado –no sin cierto cinismo- por élites intelectuales y artísticas, por el cual algunos barrios tradicionales que otrora fueron cuna de original arte, de pronto se ponen de moda y pasan a llenarse de clases medias con dinero. Aunque hay variadas manifestaciones históricas, el elemento común a todas ellas pareciera ser el cambio. El cambio, la transformación, la evolución (o involución) como se quiera ver. La fuerza de sus impulsos son difíciles de determinar, pero para facilidad de lenguaje, diremos que surgen de fuentes que mezclan lo “público-privado”; genialidades arquitectónicas, tendencias estéticas y sociales y políticas de planificación territorial, siempre acompañadas, al final, de especulación inmobiliaria.

La flaitification es, desgraciadamente, la versión chilena de este fenómeno. La fisonomía urbana se ha degradado al punto en nuestro paisaje cotidiano que hasta el grafitti parece hoy un lejano e inocente recuerdo detrás de kilos de basura, humos ambulantes y orines varios. Nuestra forma de vida, inconscientemente, se acomoda a ello. Cuando escuchamos a alcaldes (as) declarar que van a “volver a entregar los espacios públicos a la gente”, hay ahí una peligrosa apropiación indebida por parte de la autoridad temporal y transitoria de algo soberano que no le pertenece y se lo da como regalo a individuos privados disfrazados de pueblo (ambulantes, delincuentes, por ejemplo). No hay individuos más celosos de la propiedad privada que los delincuentes o ambulantes dispuestos a imponer su ley y sus normas en ausencia del Estado. Esa es la raíz del problema, aunque no la única: La gran abdicación que hemos visto por parte del Estado chileno en sus labores básicas, primero en lo grande (como las concesiones, licitaciones) ahora en lo pequeño: La seguridad interior. 

Ambas dimensiones afectan, según cómo se vea, a conglomerados, comunidades y colectivos, pero a fin de cuentas, el que soporta el sufrimiento es el individuo, la persona de carne y hueso. ¿Qué queda por pagarle al Estado, entonces, con los impuestos? En nuestra mente latinoamericana el oscuro concepto de “público-privado” tiene solo dos lamentables significados; a) La corrupción del agente público por parte del privado o b) La dejación o abandono de lo público para la apropiación de privados. En medio de todas estas discusiones de las autoridades con café y galletitas  sobre inversión social, inclusiva y con visión de futuro, está la gente común (hombres, mujeres, niños, niñas y adolescentes) que ve con estupor la miseria y trágica imagen hoy de menores con cuchillos en plena vía pública. 

Rodrigo Muñoz Ponce

Abogado

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