Modernización del Estado: ahora o nunca
La Constitución puede incluso hacer aplicable un nuevo estatuto a la Administración Pública que sea coherente con su naturaleza técnica, profesional y meritocrática, diferente a un régimen especial para los funcionarios de exclusiva confianza de los gobiernos de turno, coherente con su condición excepcional y limitada.
Rafael Palacios es miembro del equipo de Incidencia de Pivotes
Esta semana se inició la primera etapa del tercer proceso constituyente con la instalación de la Comisión Experta y del Comité Técnico de Admisibilidad. Y sea fome o no, alejado de las prioridades del momento o poco oportuno, es sin duda -al igual que los dos anteriores- la discusión institucional más relevante que tendrá el país durante este año. En efecto, en los sistemas democráticos occidentales, además de establecer las reglas del juego para hacerse del poder, las constituciones estructuran el entramado jurídico a través del cual se articula el Estado de Derecho.
Es cierto: la Constitución no resolverá la desbordada la inmigración ilegal en la macrozona norte ni la escalada de delincuencia. Por eso, muchos matinalistas seguirán con perplejidad las discusiones que vienen por no estar en sintonía con los problemas de la gente. Pero tendremos que ser capaces de abrir el espacio de lo público a ambas dimensiones para ocuparnos simultáneamente de las soluciones a las urgencias de la ciudadanía y de la complejidad de los diseños institucionales para el ejercicio de los derechos sociales o del funcionamiento del sistema político, entre otros asuntos abstractos, y sin concatenar unos con otros. Es decir, tendremos que hacernos cargo del corto plazo, pero sin que éste nos impida pensar a la vez en las definiciones que hoy determinarán los escenarios posibles para el desenvolvimiento de nuestra sociedad en un horizonte de mediano y largo plazo. No será fácil.
Puede pasar, entonces, que asuntos menos controvertidos sean omitidos de la discusión constitucional, en tanto no concentren la atención de la opinión pública -o generen tracción, dirían algunos-, lo que sería un tremendo error. Algunos ejemplos: si nuestro sistema de gobierno será parlamentario o presidencial, o si el sector privado podrá participar en la prestación de derechos sociales como la educación, la salud o la seguridad social. Con independencia de las causas del fracaso de los procesos anteriores y de las especificidades del contexto económico actual, hay ciertas reformas institucionales por muchos años pendientes que encuentran en el cambio constitucional la oportunidad para romper inercias, enmendar rumbo o ganar impulso. Y es una oportunidad que no podemos despilfarrar.
Uno de esos asuntos lateros, difíciles, técnicos, de alto riesgo para generar enemistades, y de baja rentabilidad electoral y mediática, es la modernización del Estado; proceso ineludible respecto del cual se han derramado ríos de tinta y donde, más allá de un aparente consenso transversal, los avances son mínimos. Y es que muy a pesar de la acción intelectual de connotados académicos, la constitución de diversos consejos y comisiones de todo tipo y espectro político, más sucesivos champions que se han ocupado de los múltiples aspectos que involucran el llevar nuestro aparato público a un nuevo estadio de eficiencia y efectividad desde el segundo piso de La Moneda, laboratorios de innovación o Ministerios de Hacienda o de la Secretaría General de la Presidencia, seguimos casi donde mismo.
¿Por qué, entonces, la Comisión de Expertos debiera abordar este asunto en el nuevo proyecto constitucional? Sabemos que una norma jurídica, con independencia de su rango, no cambiará la cultura de los funcionarios públicos, los intereses de sus dirigentes, las complejidades de sus estatutos o la calidad del servicio que presta el Estado a la ciudadanía. Pero la Constitución si puede establecer, por ejemplo, una separación entre el Gobierno y Administración Pública, de modo que sobre el primero recaiga la responsabilidad de la conducción política del Estado y la definición de las políticas públicas, y sobre la segunda recaiga la responsabilidad de implementarlas y de proveer a la ciudadanía servicios públicos con eficacia, eficiencia y trato digno. Más aún, la Constitución puede incluso hacer aplicable un nuevo estatuto a la Administración Pública que sea coherente con su naturaleza técnica, profesional y meritocrática, diferente a un régimen especial para los funcionarios de exclusiva confianza de los gobiernos de turno, coherente con su condición excepcional y limitada.
Con normas de esa naturaleza, nos veremos como sociedad forzados a emprender un periplo legislativo que nos lleve desde la decimonónica situación actual, a la que sea determinada constitucionalmente como punto de llegada; un proceso largo -y ojalá permanente- de actualización normativa que conduzca a nuestro Estado a una mejor versión de sí mismo.
Así, la nueva Constitución es una oportunidad única para habilitar un proceso que sabemos que de otra forma continuará durmiendo el sueño de los justos. Es ahora o nunca.