Hacia un Chile del desacuerdo
La sociedad moderna a la que debiéramos apuntar es aquella que ve en el otro a alguien totalmente distinto con total dignidad porque en eso somos idénticos.
Oscar Monett Recabal es licenciado en ciencias económicas.
Acuerdos. ¿Cuántas veces hemos oído esa palabra en los últimos años? Acuerdo para pensiones, acuerdo para reformar la salud, acuerdo para mejorar la educación, acuerdo para una mejor Constitución. Hablamos tanto de los acuerdos en sede política que justamente hacemos evidente que aquellos escasean.
Pero esta columna no es para recordar su valor: si hablamos de una democracia moderna para el Chile del siglo XXI, sabemos que es necesario llegar a consensos, sobre todo en áreas tan sentidas por las inmensas mayorías del país. Además, se ha argumentado incansablemente respecto de su necesidad, y creo que es poco lo que puedo aportar en ese sentido. Justamente, quiero hablar de su antónimo, el que postulo que igualmente es necesario, pero está mucho más escondido.
El desacuerdo, la capacidad del disenso entre los iguales, es aquello que determina una democracia. Los ciudadanos somos iguales en tanto sujetos políticos y morales, pero diversos en nuestras motivaciones, intereses, ideas políticas, preferencias. Esto es lo que caracteriza a las sociedades modernas, frente a las pretensiones de homogeneización de ciertas ideologías del pasado (y no tan pasado). Sostener que somos todos distintos en nuestra igualdad parece de Perogrullo, pero lo perdemos de vista.
La política de enemigos justamente ataca esta cualidad de la diferencia, a pesar de nutrirse de ella. Al ver al frente a un adversario que hay que vencer y derrotar, primero, se sostiene que el igual y lo propio es mejor sólo por no ser otro, y segundo, que debe atacar hasta disminuir al de al frente. Ya sea por arrogancia o por inseguridad. Es una pretensión de igualdad que llega siempre a la afectación de la dignidad del otro, partiendo desde puntos de vista meramente discursivos, hasta llegar a las atrocidades que conocimos el siglo pasado en el mundo. La política de identidad, tan de moda en nuestros días, apunta a lo mismo. Valgo por lo que soy, y si no recibo reconocimiento positivo respecto de esas características y pertenencia a grupos identitarios, entonces eres mi enemigo y mereces la funa y la cancelación.
¿Le parece que sea esto un aporte a la democracia? La sociedad moderna a la que debiéramos apuntar es aquella que ve en el otro a alguien totalmente distinto con total dignidad porque en eso somos idénticos. Entendido así, no se difumina la diferencia entre izquierdas y derechas, sino que se reconoce que el otro no está necesariamente mal, sino que piensa diferente. Ya no debo apuntar a cancelarlo, sino a convencerlo. El valor de la palabra y la racionalidad emerge: quizás no lo podré cambiar o no lo podré convencer del todo, pero si él o ella y yo somos iguales, entonces podemos conversar en la diferencia.
Sin pretender moralizar el debate, sino sólo a modo de perspectiva, traigo el ejemplo de Nietzsche. Él sostiene en su Genealogía de la Moral que la moral noble nace y se entiende a sí misma como la buena, mientras que la moral de esclavos se entiende primero en contraposición a los otros. La moral noble se constituye para sí, y la de esclavos en contrario a la de los del frente. La buena moral, en sentido nietzscheano, es la del vive y deja vivir. La otra persona es distinta, está en todo su derecho, y la vida social nos llevará inevitablemente a encontrarnos. La mala moral, en cambio, ve en el disenso el peligro. La moral noble piensa «yo tengo tales principios y forma de actuar, y si los tengo es porque los considero correctos. Si otra persona tiene diferentes, es una cuestión de segundo orden porque también hizo el proceso de pensar en sí y en su forma correcta de actuar». Tratar con el diferente, visto así, no es una disminución de uno mismo. La moral equivocada piensa «no sé cómo soy, sólo que soy diferente al otro. Por tanto cualquier semejanza o acuerdo con el de al frente es una amenaza a mi propia identidad».
Un gran problema político de nuestro tiempo es que nuestro sistema no es capaz de administrar el desacuerdo. La contraposición parece definir —y no sólo dividir— las aguas. Soy de derecha porque no soy de izquierda, soy de izquierda porque no soy de derecha. La polarización de las élites políticas, dado que cada uno de los miembros que las conforman están ahí por azuzar grupos pequeños, apunta exactamente, en ese sentido. Vemos en la diferencia una amenaza, y en el acuerdo una debilidad. Pero esa diferencia no es tal amenaza, es sencillamente una constatación de un hecho que todos podemos ver cuando levantamos la vista de X o Twitter, y miramos a las personas que nos rodean. Sé que los incentivos del sistema político no están necesariamente puestos para allá, pero confío en último término en las personas como algo más que una máquina que responde automáticamente a incentivos institucionales. La voluntad y capacidad siempre juega un papel, mayor o menor. El autoconocimiento, no sólo individual, sino en tanto grupos políticos, y entenderse a sí mismo en lo que sí somos y no en lo que no somos ayudará a encontrarnos en una «moral noble» en términos nietzscheanos, para finalmente levantar la cabeza de la política nihilista.
Sin una correcta administración del desacuerdo no podremos llegar a verdaderos acuerdos de cara al futuro. Apuntemos a un Chile en que reconozcamos que no estamos de acuerdo, con honestidad, para poder volver a conversar.