Las liebres y la tortuga
No parece probable que exista una transición brusca hacia otro tipo de baterías como las de sodio o hierro, porque las automotoras ya han invertido mucho en el ion de litio, así que no se prevén cambios tectónicos de corto plazo en el lado de la demanda.
Joaquín Barañao es parte del equipo de Incidencias de Pivotes
En 1980, las reservas de petróleo alcanzaban para 27 años a la tasa de consumo del momento. El lector incauto deducía que para 2007 tendríamos que retornar a los autos a vapor (que hasta la década de 1900 de lo más bien que pegaban) y a las calderas a leña. Como todo quien no lleve un par de décadas en coma sabe, no fue lo que ocurrió. Aun cuando el consumo no paró de aumentar, el deadline aparente aumentó a 41 años en 1990, 36 en 2000, 43 en 2010 y hoy está en holgados 53 años.
Lo que parece ser una paradoja lo es solo para quien no está bien informado: las reservas de un recurso minero no indica cuánto existe sobre la faz de la Tierra. Eso presupondría información perfecta, y la envergadura de la corteza terrestre nos mantiene muy, muy lejos de eso. Las “reservas probadas”, para ser más precisos con el lenguaje, solo indican el subconjunto verificado de un total que no es conocido. Y se desconoce por buenas razones: explorar es costoso, de modo que carece de sentido económico invertir fortunas en encontrarlo todo de una vez para luego dejarlo hibernando por ahí.
El grado de entusiasmo exploratorio, desde luego, depende del precio. A mayor precio de largo plazo mayores ganancias para quien encuentre, y yacimientos de peor calidad superan la línea de flotación. Pues bien, eso es lo que está ocurriendo con el litio. A lo largo de todas esas décadas sosas en que el precio apenas se movía de 5 dólares por kilogramo, el inventario indicaba que la inmensa mayoría de las reservas estaba en el triángulo sudamericano, y a nadie le importaba mucho tampoco. Pero con el precio quintuplicado, las papilas gustativas se activan, los exploradores calzan sus botas y los números cambian.
El litio no es escaso. Ocupa la posición 33° en abundancia en la corteza de entre los más de cien que conforman la tabla periódica, con unas 98 millones de toneladas. Esto equivale a 560 veces la producción total de 2023, y es solo el aperitivo. El plato fuerte está en el océano, que atesora unas 230 mil millones de toneladas, 1,3 millones de veces lo facturado este año. La geología está ahí. En la medida en que los números den, los yacimientos van a emerger.
O, más bien, van a seguir emergiendo.
La semana pasada nos enteramos que un depósito ubicado en la frontera entre Nevada y Oregon, en el corazón de Estados Unidos, contiene entre 20 y 40 millones de toneladas de litio (como referencia, todos los salares chilenos suman unos 11 millones). Si bien aún es prematuro para dimensionar los costos de explotación, al menos una cosa es clara: no estamos solos en esta carrera. Varios otros han sido bendecidos con este metal de la transición energética.
No parece probable que exista una transición brusca hacia otro tipo de baterías como las de sodio o hierro, porque las automotoras ya han invertido mucho en el ion de litio, así que no se prevén cambios tectónicos de corto plazo en el lado de la demanda. Pero por el lado de la oferta -como evidencia el hallazgo reciente en tierras norteamericanas sí es perfectamente probable que países más ágiles, no amordazados por esa bobería paralizante de considerar al litio “mineral estratégico”, nos dejen atrás en esta carrera. Sería una tragedia no solo por la enorme recaudación fiscal y por los empleos de calidad que se dejarían de generar, sino también por el hecho de que el litio atacameño es el de menor huella ambiental debido a las extraordinarias condiciones geológicas. Actuemos con el mismo pragmatismo con que enfrentamos el cobre desde el retorno de la democracia, y abandonemos las trasnochadas ideas estatistas planteadas por la Estrategia Nacional del Litio.