Estados Unidos y la institucionalidad tensionada
Técnicamente este domingo el Estado Federal se queda sin recursos para seguir funcionando y lo preocupante es que la opción de una paralización total no es descartable.
Juan Pablo Glasinovic Vernon es abogado
Es un patrón común que la gran mayoría de los sistemas políticos en el mundo está atravesando serias dificultades, lo que esencialmente tienen que ver con la (in)capacidad de articular y unir a sociedades más fragmentadas, lo que repercute en elementos claves del ejercicio del poder como son la representación y ergo la legitimidad, sin la cual cualquier gobierno pierde el ascendiente sobre su población y puede ser removido por los canales institucionales y a veces por la fuerza.
Evidentemente esto es más agudo en los regímenes democráticos que por su propia naturaleza son competitivos, pero no excluye a los gobiernos autoritarios, los que a pesar de fundarse en la fuerza siempre requieren en última instancia de algún discurso o entelequia que les otorga o simula legitimidad.
En esta ocasión examinaremos la democracia estadounidense con sus problemas y desafíos, los que evidentemente tienen un impacto mundial por el rol de Estados Unidos como principal potencia.
En esta somera revisión nos concentraremos en el sistema de partidos, el sistema electoral, el Congreso y la Corte Suprema.
Estados Unidos ha sido tradicionalmente una democracia bipartidista, desde su misma independencia, a pesar del intento de introducir a nuevos partidos, los que siempre han fracasado más allá de una presencia ocasional y efímera. Las razones tienen que ver en parte con el sistema electoral y sus incentivos en un régimen presidencial, lo que repercute en el acceso al poder y su control. La democracia estadounidense ha sido hasta ahora extremadamente resiliente a la fragmentación partidaria, lo que incluye también a la política de los estados, donde los actores indiscutibles son también los partidos Demócrata y Republicano.
El problema es cuando los grandes partidos se fragmentan internamente actuando en la práctica como un sistema con más actores. Los partidos Demócrata y Republicano siempre tuvieron en su seno a distintos subgrupos en función de distintos factores y sensibilidades, pero la regla general es que todos ellos siempre se alinearon tras el liderazgo partidario, lo que daba certidumbre al sistema.
En los últimos años las divisiones internas se han acentuado lo que ha debilitado la disciplina y el sentido de propósito. Al fenómeno más o menos habitual de los parlamentarios “jinetes solitarios” se suman ahora acciones concertadas de facciones que muchas veces se oponen a los lineamientos de su propio partido, sin poder ser efectivamente sancionados.
Esto último ha sido más notorio en el Partido Republicano, aunque no exclusivo. Basta tener a la vista la elección de mitad de período (noviembre pasado) en la cual los republicanos se impusieron en la cámara de representantes, pero que pasaron por el bochorno de tener más de 15 elecciones para consagrar esa mayoría y asumir la presidencia de dicha cámara. Eso porque un grupo ultraconservador republicano no votó por su candidato – Kevin McCarthy – hasta que este no recogió algunas de sus exigencias (el chantaje fue posible porque la mayoría republicana es de solo 10 escaños).
Al faccionalismo se suma también un fenómeno bastante excepcional: el ascendiente personal. Siempre hubo líderes en ambos partidos que tuvieron amplia influencia en las dinámicas internas, pero muy pocas veces como ahora hubo un ascendiente casi absoluto como el que ejerce Donald Trump, quien, a pesar de estar condenado y procesado en causas penales y civiles y de saltarse olímpicamente los debates de las primarias de su partido, es su líder sin contrapeso y casi seguro candidato para las elecciones del próximo año.
En las circunstancias antes descritas, es más difícil gobernar al no contarse con un apoyo estable. La política pierde altura y se llena de batallas menores que desgastan y tensionan al sistema. Al final cada iniciativa o proyecto se transforma en un juego de suma cero.
Estas características se acentúan por el propio sistema electoral. La regla general en Estados Unidos es que toda postulación debe ser sancionada por una primaria. Lo que aparece como una profunda expresión democrática inesperadamente está contribuyendo a la polarización y al entrampamiento del sistema. En efecto, en al menos 30 de los 50 estados en las primarias solo pueden votar los inscritos en los partidos. Esto de acuerdo con diversas mediciones significa que el 10% o menos de los electores definen a los candidatos. Esto que en otras circunstancias podría ser inocuo (en cualquier democracia en la definición de las candidaturas suele intervenir poca gente), no lo es porque las militancias se han polarizado y entonces son las que imponen candidatos más radicales, dejando con menos alternativas moderadas a los electores.
En un país donde se ha rigidizado el comportamiento electoral – son cada vez menos los distritos y circunscripciones que cambian de signo – con el predominio demócrata en general en las ciudades y los republicanos en los suburbios y en el campo, así como la costa Oeste y Este para los primeros y el Sur y Centro para los segundos, ser electo en una primaria casi garantiza el triunfo en la elección abierta, tratándose de áreas del dominio del partido en cuestión.
Esto está entonces reforzando a los extremistas en una espiral hacia adelante, que deja a la población en general con un rol más bien de ratificación o rechazo a las opciones en competencia, pero que dada la dinámica actual es casi de adhesión automática, con poco espacio para resistir a la presión de su grupo.
Conforme a lo mencionado, después de las elecciones de mitad de período y su pérdida del control de la Cámara, el gobierno de Biden ha visto su agenda legislativa prácticamente congelada. A ello se suma el riesgo inminente de una paralización del Estado por la falta de presupuesto. Este tema se viene arrastrando y hasta ahora se ha solucionado con suplementos presupuestarios, pero ha sido cada vez más difícil lograr un acuerdo y asegurar la continuidad de la maquinaria federal. Dentro de los republicanos hay un grupo de creciente dureza que se opone a seguir financiando lo que consideran un estado fracasado y exigen profundas reformas al mismo tiempo que pretenden hacer pagar los costos políticos a los demócratas.
Técnicamente este domingo el Estado Federal se queda sin recursos para seguir funcionando y lo preocupante es que la opción de una paralización total no es descartable.
Ante el atasco de los poderes ejecutivo y legislativo, la Corte Suprema se erige en un árbitro cada vez más central con incidencia en las políticas públicas. Mucho de lo que debería resolverse políticamente toma el canal judicial, con el incentivo para los republicanos de que la composición actual es favorable a su sensibilidad y agenda.
En suma, la institucionalidad estadounidense está muy tensionada y con dificultades cada vez mayores para funcionar. Esto no solo afecta la gobernanza interna, sino que está irradiando en la política exterior de los Estados Unidos e incrementa la ansiedad y preocupación de muchos que se preguntan si todo el esfuerzo diplomático del presidente Biden tendrá continuidad o habrá sido un interludio en una dinámica crecientemente aislacionista de este país, con todo lo que implicará para el sistema internacional.
En este contexto, el eje del poder en Estados Unidos se ha movido del gobierno federal a los estados.
Tal vez una forma de tratar de salir de esta dinámica sea introduciendo reformas al sistema electoral y particularmente en materia de primarias. Y ahí dependerá de esos mismos estados que se están empoderando. Quizá sin nadie quererlo, la actual evolución puede significar revigorizar la democracia en la base, fortaleciendo su legitimidad y recomponiendo el sistema. Como dice un viejo refrán, podría ser que “Dios escribe recto en renglones torcidos”.