Hispanidad: un concepto que no debiésemos olvidar
Evidentemente, aquellos principios supusieron un ideal, el cual -como todo ideal- no fue alcanzado en diversas ocasiones, dando espacio a abusos e injusticias; pero, no por ello dejó de ser un norte, una meta a alcanzar. En cuanto a lo mismo es que cabe preguntarnos, ¿cuál es el estado de dicho ideal en el Chile de hoy?
Tomás Oliger García es director de formación, Fundación ChileSiempre.
El pasado jueves 12 de octubre se conmemoraba uno de los hitos más trascendentales de la historia de la humanidad. Cristóbal Colón y su tripulación, luego de meses de dura aventura, desembarcaron, por fin, en el continente americano, quitando, de una vez por todas, el misterioso velo que cubría al océano Atlántico desde hacía tantos siglos.
Este hecho, fuera de ser simplemente el encuentro entre dos mundos, o de dos razas, como se ha intentado presentar, está marcado por un sentido mucho más profundo; supone el hito inicial del desarrollo de una cultura que se expandirá por todo el orbe y hasta nuestros días. Supone, en el fondo, la transmisión de un ideal que dará nacimiento a una comunidad cultural y política sin precedentes en la historia. Este hito marcará el nacimiento de la Hispanidad.
En la actualidad muchos podríamos preguntarnos ¿Por qué a los chilenos del 2023 debería importarnos lo sucedido tantos siglos atrás? ¿Qué sentido tiene comprender el pasado si nuestros problemas se presentan aquí y ahora? ¿Qué nos puede aportar la comprensión de aquellos hechos, si los verdaderos debates se presentan en la Universidad, en el Consejo Constitucional o en la calle? Acaso, ¿no parecería que para todo ciudadano con interés en la cosa pública, ocuparse de estos temas sería como tocar la lira mientras arde Roma?
Ante dichas dudas, pueden resultar útiles algunas ideas desde las cuales se desprende que difícilmente podremos comprender el presente, y así proyectar un futuro para el Chile que queremos, si no tenemos claridad sobre lo que somos y lo que fuimos. En el fondo, tenemos el deber ético de conocer nuestro pasado, pues si no comprendemos nuestra historia en plenitud, no seremos capaces de presentar las respuestas adecuadas ante las problemáticas que nos aquejan como sociedad en la actualidad.
Como sostuvo Jaime Eyzaguirre en “Fisonomía histórica de Chile” (1948), “Iniciar automáticamente la existencia de estos pueblos con el año 1810 y poner en voluntario olvido trescientos años de vida social en que se forjaron las bases culturales de todo el continente, es dejar sin significación el curso de los hechos, esconder el punto de convergencia familiar de veinte naciones y entregar, como consecuencia, a las generaciones futuras, una visión incompleta y adulterada de la historia”.
A partir de lo anterior, resulta fundamental rescatar aquellos elementos centrales que marcaron el nacimiento de la historia común americana, en la que se fundieron miles de etnias inconexas y dispares bajo un elemento unificador. Porque cuando hablamos de Hispanidad, no nos referimos a un grupo humano unido por una raza compartida, tampoco nos referimos a una unidad geográfica, sino que el hito unificador de América fue de carácter espiritual y correspondió a un conjunto de valores y principios que se venían fraguando desde hacía siglos en la Península Ibérica y que vieron en el continente americano un espacio para establecerse, actualizarse y proyectarse.
Es así como, desde la península, se nos legó una ideal conformado por el sentido de justicia que se habría adquirido de Roma; un modelo de civilización en donde el hombre se realiza en plenitud dentro de la polis; una lengua común que derribó todo tipo de particularismos y permitió el entendimiento de unos y otros, y el elemento central: una visión trascendente del hombre -propia de la Cristiandad Occidental- desde la cual se desprende que formamos todos parte de la misma humanidad. En pocas palabras, como supo sintetizar Ramiro de Maeztu en su “Defensa de la Hispanidad” (1931) “Decir en lo teológico que todos los hombres pueden salvarse, es afirmar en lo ético que deben mejorar, y en lo político, que pueden progresar”.
Evidentemente, aquellos principios supusieron un ideal, el cual -como todo ideal- no fue alcanzado en diversas ocasiones, dando espacio a abusos e injusticias; pero, no por ello dejó de ser un norte, una meta a alcanzar. En cuanto a lo mismo es que cabe preguntarnos, ¿cuál es el estado de dicho ideal en el Chile de hoy?
A cuatro años del 18 de octubre de 2019, momento crítico para la historia nacional, podemos reflexionar sobre aquellos elementos que conforman nuestra identidad cultural y que se vieron puestos en duda, tanto desde círculos ilustrados como desde la calle, con su posterior institucionalización: la Convención Constitucional. En esta última se bregaba por difuminar aquellos elementos espirituales que unen todavía a la comunidad nacional y reemplazarlos radicalmente por otros ajenos a nuestra experiencia histórica.
Es por lo mismo que se atacó directamente el idioma que hoy compartimos con la excusa de que fue impuesto por el invasor. Dichas posiciones no tomaron en cuenta de que es el castellano, y no otra lengua, el idioma que nos permitió -y hasta el día de hoy nos permite- el entendimiento mutuo y la vida en sociedad, cuestión sin la cual difícilmente podríamos hablar de nación o, incluso, de democracia.
A su vez, cabe recordar que también se intentó distinguir por etnias para efectos de aplicar formas de justicia diferentes en razón del grupo del que se tratara. Tratando así de dar fin a una realidad que ya había sido superada por nuestra cultura mestiza desde hacía tantos años, y de volver a fragmentar, mediante el nacimiento a múltiples naciones, aquel ideal tan arraigado en nuestra idiosincrasia: la igualdad radical entre todos los hombres, por más distintos que fueran estos entre sí.
Es así como dicho proyecto refundacional; aquel “Nuevo Chile” nacería. En este se intentaba eliminar aquellos elementos cohesionadores fundados en la espiritualidad e igualdad de los hombres, para dar paso a una sociedad compuesta de múltiples grupos inconexos y completamente variados, los cuales ya no se encontrarían unidos por principios o valores compartidos, sino que su único vínculo correspondería al de una mera carcasa: la administración del Estado y sus diferentes organismos.
Es por lo anterior – y por los múltiples motivos que podría recordar el lector- que, en un país donde la institucionalidad jurídica, política y cultural ha sido puesta en duda, el ejercicio de comprender aquellos hechos que configuran nuestra historia resulta de central relevancia y actualidad. Pues nuestra identidad, nos guste o no, no es española, como tampoco es una colección de culturas precolombinas; es una identidad que supone el mestizaje de dos mundos que se encontraron en América. Dos mundos que aportaron lo suyo y que se vieron unidos bajo ciertos ideales y valores espirituales, los cuales no pueden ser reemplazados mediante un texto escrito, como tampoco pueden ser obviados a la hora de analizar la realidad que se vive día a día en nuestro país.
Por lo mismo, hoy más que nunca, resulta central recordar aquel legado transmitido desinteresadamente al Nuevo Mundo, escapar de la búsqueda de soluciones inspiradas en abstracciones como el ideal del “buen salvaje”, o la lucha por la hegemonía, y defender aquellos valores que conforman nuestra maravillosa cultura americana. Pues, si no analizamos el mundo que nos rodea con miras a lo que fuimos, difícilmente podremos alcanzar la senda del progreso. Como dijo Ramiro de Maeztu en su “Defensa de la Hispanidad” (1931) “querer ser otro es lo mismo que querer dejar de ser”.