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Actualizado el 21 de Diciembre de 2023

La Constitución y el fin del camino

Al final del día, organizar una República será siempre un proceso en permanente elaboración, toda vez que sus fundamentos más profundos se basan en las convicciones que tenga el pueblo, en un momento determinado, en torno a las ideas de justicia, libertad y bien común, todas de comprensión amplia y difusa en la sociedad posmoderna.

Por Juan Claudio Escobar
En conclusión, ningún camino ha finalizado para nuestro país, pues Chile no fracasa cuando no se aprueba una Constitución. AGENCIA UNO/ARCHIVO
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Juan Claudio Escobar

Juan Claudio Escobar es abogado Universidad de Chile. Master of Arts in Political and Legal Theory, Universidad de Warwick (Reino Unido)

Al término de cuatro años de experimentos constitucionales, cinco elecciones y un resultado que no fue capaz de satisfacer las expectativas de la ciudadanía, estamos presenciando un desfile de actores intentando instalar la idea de que, con el rechazo del segundo borrador constitucional, habríamos llegado al final de un supuesto camino, edulcorándose el concepto según la opción política del emisor. En estas líneas, quisiera argumentar por qué considero que esta postura es errada.

En primer lugar, y tal como señalara Daniel Chernilo en una columna publicada en El Mostrador, el primer gran error del proceso es haber reducido la sociedad a la Constitución, la que por muy relevante que sea en cuanto norma supraordenadora del sistema jurídico, sigue siendo eso, una norma, con aspiraciones de permanencia en el tiempo y legitimidad como rectora del orden institucional.

El intento de buena parte de la intelectualidad de izquierda de asignar la causa de todos los males de la sociedad contemporánea chilena al legado pinochetista y los siguientes treinta años concertacionistas demostró no sólo ser técnicamente limitado, sino que deliberadamente estrecho, al no ser capaz de ofrecer una respuesta sofisticada a la crisis que estallara en 2019. En cambio, se contentó con ofrecer una propuesta institucional maximalista elaborada mediante la simple acumulación inorgánica de postulados teóricos sobre interseccionalidad, plurinacionalidad, neoestatismo y género, tan disímiles como desconocidos para el ciudadano común y respecto de los cuales tanto se insistiera durante el desaprovechado ejercicio de la convención constitucional.

Por su parte, igual miopía existió desde el flanco derecho, que entendió igual o peor que la izquierda su triunfo electoral en el segundo proceso. No saber entender las razones que mueven a las sociedades modernas a entregar mayorías circunstanciales a sus representantes es un error que cada vez se paga más rápido y más caro. Intentar relacionar la redacción de un texto fundamental a la coyuntura política, económica y social, en el marco de un gobierno de izquierda débil y torpe, fue una tentación demasiado grande como para preferir la alternativa del trabajo profundo que la ciudadanía confió en el Partido Republicano, que en vez de pensar el Chile del futuro, capaz de integrar los anhelos y aspiraciones mayoritarias, prefirió ofrecer a las generaciones venideras una constitución que reinstauraba varios de los candados contenidos en la Constitución original de Pinochet, cuyos lineamientos fueron determinados por la lógica y los traumas de la generación anterior, heredera de la Guerra Fría.

Ya sea por izquierda o derecha, los problemas de fondo reconocibles en el proceso que aún estamos viviendo son los mismos y, a mi juicio, dos. El primero, fuertemente ligado al positivismo endémico chileno, heredado de su tradición jurídica más profunda, tuvo que ver con la concepción de que los pactos sociales se crean, renuevan y fortalecen mediante un cambio constitucional. Nada más lejos de la realidad. Las ideas iluministas, Rawls y Habermas, entre otros, sostienen que el consenso es el resultado de un proceso de diálogo franco y responsable, que exige la participación de personas capaces de ceder algo en aras de un fin superior. Podemos debatir si aquello puede lograrse a través de una conversación ampliamente convocante o circunscrita a representantes de la elite, pero el fondo es el mismo, a una Constitución se llega por vía conclusiva, después -y no antes- de iniciar un diálogo.

Habermas sostiene que la legitimidad de cualquier orden democrático requiere un acuerdo amplio más allá del mero cumplimiento de las normas, el que emana del ejercicio racional del ciudadano de participar libremente de una comunidad democrática, sin ser forzado a serlo por otros con intereses distintos al suyo. En este punto es donde creo se encuentra la principal falla del último proceso constituyente chileno. La elite intelectual y política -sí, ambas- decidieron canalizar el malestar, en los términos propuestos por Mayol, a través de un proceso institucional, dirigido y de corta duración, en vez de instaurar un diálogo reflexivo amplio y convocante, cuyo objetivo primordial no fuera la redacción de una norma jurídica que instalara las ideas de una mayoría circunstancial para la modelación del sistema institucional, sino que buscara la generación de un proceso de deliberación democrática para el logro de los acuerdos mínimos que todos estuvieran dispuestos a cumplir. En este sentido, el rechazo de ambos procesos puede incluso ser motivo de alivio si hiciéramos el ejercicio de reflexionar sobre cuál hubiera sido la mejor manera, distinta de la fuerza, con la cual se habrían implementado cualquiera de las dos constituciones rechazadas, dada su falta de consenso y real legitimación ciudadana.

Esto último nos lleva al segundo pecado de este proceso, la falta de legitimidad como factor de la crisis. Ésta ha servido -y seguirá sirviendo- como moneda de cambio ante la falta de respuestas consistentes por falta de quienes nos dirigen. Si en algo han sido constantes y convergentes las encuestas de opinión y los resultados electorales es en haber puesto de manifiesto la generalizada sensación ciudadana de no ser escuchada por parte de sus representantes.

La falta de coherencia entre lo que se declara y lo que se hace, cualquiera sea el color político, llevan a que el comportamiento electoral se reduzca a lo que Young considerara como una modelo de democracia basado en el interés, en donde el ejercicio democrático se restringe a canalizar preferencias y demandas privadas, sin dejar espacio a que las personas entiendan la política más allá de un simple ejercicio de entendimiento privado. Sin pretender juzgar lo anterior, pues resulta perfectamente comprensible, lo que quiero plantear es la imposibilidad de que ante un escenario político altamente dividido y heterogéneo como el que vivimos, con una ciudadanía ensimismada intentando solucionar los problemas que le afligen a diario, existiera la coyuntura necesaria para aprobar una nueva carta fundamental que representara a la mayoría de esta generación, y que la motivara a legar a la siguiente un nuevo orden institucional basado en lo mejor de su pasado, sus logros del presente y sus sueños de futuro.

Al final del día, organizar una República será siempre un proceso en permanente elaboración, toda vez que sus fundamentos más profundos se basan en las convicciones que tenga el pueblo, en un momento determinado, en torno a las ideas de justicia, libertad y bien común, todas de comprensión amplia y difusa en la sociedad posmoderna.

En conclusión, ningún camino ha finalizado para nuestro país, pues Chile no fracasa cuando no se aprueba una Constitución. Sin embargo, no podemos asegurar lo mismo respecto de nuestra generación, que desde el último plebiscito busca dar explicaciones sobre su falta de madurez democrática y sentido de trascendencia.

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