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Actualizado el 10 de Abril de 2024

30 años de institucionalidad ambiental: modificaciones que son urgentes

Es inconcebible que, por ejemplo, los análisis de impactos aún sean principalmente levantados por una de las partes más interesadas en el proceso: las mismas empresas. Es urgente dotar de más recursos al Estado para poder generar información social, ambiental y territorial que permita develar las huellas de estos proyectos, así como herramientas para fiscalizar el actuar de las empresas.

De hecho, un análisis elaborado por el académico de la Universidad Diego Portales, Claudio Fuentes, constata que en 25 años de observación, el 75% de los proyectos ingresados al sistema fueron aprobados. AGENCIA UNO/ARCHIVO
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Matías Asun

es director de Greenpeace Chile.

Promulgada en marzo de 1994 bajo el mandato del presidente Patricio Aylwin y con el objetivo de entregar un marco general de regulación al derecho constitucional a vivir en un medio ambiente libre de contaminación, la protección del medio ambiente, la preservación de la naturaleza y la conservación del patrimonio ambiental, la ley 19.300 (de Bases Generales del Medio Ambiente) recientemente cumplió 30 años.

Esta normativa significó un hito importante, pues antes de ella, en Chile el daño ambiental de nuestra economía (altamente extractivista) no se medía y los tribunales de justicia estaban colapsados por no existir un marco que regulara el actuar de las empresas y defendiera tanto la calidad de vida de las comunidades, como a la naturaleza.

Y desde esto último nace el gran aporte de la creación de esta normativa al país: gracias a esta ley surge por primera vez una institucionalidad ambiental, creando organizaciones que -con el pasar de los años- incorporan mayor complejidad en su actuar (como el Ministerio de Medio Ambiente, la Superintendencia o los Tribunales Ambientales, por nombrar algunos). Del mismo modo, esta evolución de las organizaciones ha posibilitado que una parte de las industrias en Chile comenzaran a someterse a evaluaciones ambientales, llevadas a cabo por diversos organismos del Estado, lo que entrega una mirada multisectorial a este proceso que es fundamental y que se debe preservar.

Pese a lo anterior, debemos ser conscientes de que esta es una ley que busca destrabar conflictos en proyectos de inversión: prueba de ello es que el Sistema de Evaluación Ambiental no está hecho para rechazar proyectos contaminantes, sino para mejorarlos, mitigando y compensando sus efectos. De hecho, un análisis elaborado por el académico de la Universidad Diego Portales, Claudio Fuentes, constata que en 25 años de observación, el 75% de los proyectos ingresados al sistema fueron aprobados.

Pero, lo cierto, es que hace 30 años la realidad ecológica era muy distinta a la de hoy: las crisis climática, de biodiversidad y de contaminación no se encontraban en los niveles que hoy apreciamos, mientras que la crisis hídrica, por ejemplo, no se manifestaba con tanta gravedad como en la actualidad. Es con esta realidad en mente que las modificaciones de este cuerpo regulatorio deben regirse por los tiempos en que hoy vivimos.

Es inconcebible que, por ejemplo, los análisis de impactos aún sean principalmente levantados por una de las partes más interesadas en el proceso: las mismas empresas. Es urgente dotar de más recursos al Estado para poder generar información social, ambiental y territorial que permita develar las huellas de estos proyectos, así como herramientas para fiscalizar el actuar de las empresas.

Hoy, vemos con tristeza como la actualización de esta normativa está escrita en función, exclusivamente, de eficientar procedimientos para el sector privado, en vez de modernizarla con lo necesario para una correcta protección de las comunidades y nuestra naturaleza, sobre todo considerando el escenario actual de degradación ecológica, lo que a todas luces es un logro de los privados y sus lobistas por la instalación de la llamada “permisología” -junto a la desinformación que la rodea- en la agenda pública.

En este punto, es clave recordar que la excesiva judicialización actual de los proyectos -el mismo problema que determinó la creación de la Ley 19.300- y su consecuente demora en materia de aprobaciones, responde exclusivamente a cómo las industrias y el Estado están dejando a las comunidades cada vez más rezagadas y sin espacios reales de participación en la toma de estas decisiones.

A semanas de la celebración de la Cop de Escazú en nuestro país y en medio de la discusión de la modernización de la mencionada ley, me parece clave recordarle a los políticos donde debe estar puesta la prioridad: en las comunidades y su porvenir. Y sin cuidado de la naturaleza, ese futuro se ve cada vez más incierto.

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