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9 de Agosto de 2024

Maduro contra el pueblo: desafíos de la comunidad internacional

En un gesto que parece extraído de un manual de dictadores desesperados, Nicolás Maduro ha convertido a Venezuela en una caja oscura, un espacio donde la verdad se distorsiona o se oculta completamente, y la represión se ha instaurado como el pilar fundamental de su gobierno.

Por Luis Marcano Salazar
venezuela elecciones nicolás maduro El desafío para la comunidad internacional es claro: debe evolucionar más allá de las condenas retóricas y las sanciones económicas que, aunque necesarias, han demostrado ser insuficientes para frenar la brutalidad de estos regímenes. AGENCIA UNO/ARCHIVO.
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Luis Marcano Salazar

es académico e investigador de la Universidad SEK

A lo largo de la historia, existen trágicos episodios en los que dictadores o tiranos, al verse acorralados en sus últimos momentos, descargaron toda su furia contra una sociedad indefensa que ya los repudiaba.

Un ejemplo emblemático es el de Adolf Hitler, quien, en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, en lugar de rendirse para evitar más sufrimiento, ordenó la destrucción total de la infraestructura alemana en lo que se conoce como la Orden Nerón. Otro caso es el de Saddam Hussein, quien, ante la inminente derrota en la Guerra del Golfo, incendió cientos de pozos petroleros en Kuwait, causando una catástrofe ecológica y económica. Estos actos no solo reflejan la desesperación del líder, sino también su desprecio absoluto por el bienestar de su propio pueblo.

Nicolás Maduro, tras llevar a cabo un fraude electoral descarado, se encontró cada vez más aislado, ya que las denuncias y pruebas irrefutables comenzaron a desenmascarar la farsa que había orquestado. Enfrentado a una creciente presión interna e internacional, Maduro optó por recurrir al poder judicial, una institución que, bajo su régimen, ha sido completamente sometida a su control y manipulada para servir a sus intereses.

Este recurso a la “legalidad” es un reflejo clásico de lo que Max Weber denominó dominación legal, donde el líder, a través de la ley, busca justificar y perpetuar su poder. Sin embargo, en el caso de Maduro, este concepto se desvirtúa, ya que la ley se convierte en un instrumento de opresión más que en un mecanismo de justicia.

Para mantener la apariencia de legitimidad, Maduro se apoyó en un poder judicial que no solo ha sido moldeado a su imagen y semejanza, sino que también opera como un bufete personal, donde los jueces y magistrados actúan más como empleados obedientes que como guardianes de la justicia.

Como señala Boaventura de Sousa Santos en El Estado, el Derecho y la Lucha por la Emancipación Social, en los regímenes autoritarios, el derecho se transforma en un vehículo para la imposición del poder, donde la separación de poderes es una mera fachada. En Venezuela, el Consejo Nacional Electoral (CNE), que debería ser un órgano independiente, ha sido cooptado para servir a los intereses de Maduro, ocultando y manipulando los resultados electorales para asegurar su permanencia en el poder.

No obstante, la comunidad internacional y algunos de los propios aliados de Maduro no se dejaron engañar por esta pantomima de legalidad. Las pruebas del fraude electoral se hicieron cada vez más evidentes, y la presión sobre el régimen aumentó significativamente.

Como indica Noam Chomsky en Hegemony or Survival: America’s Quest for Global Dominance, las dinámicas del poder global pueden llevar a alianzas inesperadas, pero también a rupturas cuando los intereses ya no coinciden. En este caso, la presión internacional se centró en exigir al CNE que revelara las actas electorales verdaderas, documentos que habían sido deliberadamente ocultados con la complicidad de figuras clave dentro del régimen, como Elvis Amoroso, cercano colaborador de Maduro.

El ocultamiento de estas actas y la complicidad de individuos como Amoroso son prueba del nivel de corrupción y manipulación al que ha llegado el régimen para mantenerse en el poder. Como advierte Luis Britto García en Dictadura Mediática en Venezuela, el control de la información y la manipulación de los hechos son herramientas fundamentales de los regímenes autoritarios para perpetuar su dominio. Sin embargo, en esta ocasión, la estrategia no fue suficiente para engañar a la comunidad internacional, que exigió transparencia y justicia.

La resistencia del régimen a revelar la verdad no hizo sino exponer aún más su fragilidad, demostrando que, pese a su aparente control, Maduro y su círculo íntimo están cada vez más acorralados por la verdad y la presión internacional.

Este escenario recuerda a lo que Hannah Arendt describe en Los orígenes del totalitarismo, donde el poder autocrático, al verse desenmascarado, recurre a medidas extremas para perpetuarse, ignorando las demandas de transparencia y justicia. Maduro, enfrentado a la exposición de sus crímenes y a la pérdida de legitimidad, no solo ha intensificado la represión violenta contra la población, con asesinatos y brutalidad en las calles, sino que también ha tomado medidas drásticas para silenciar cualquier voz disidente. La suspensión de redes sociales como X (anteriormente Twitter) y WhatsApp, y la censura de canales de televisión por cable, son claros intentos de aislar a los venezolanos del mundo exterior, privándolos de cualquier medio de información y comunicación que pueda revelar la cruda realidad.

En un gesto que parece extraído de un manual de dictadores desesperados, Nicolás Maduro ha convertido a Venezuela en una caja oscura, un espacio donde la verdad se distorsiona o se oculta completamente, y la represión se ha instaurado como el pilar fundamental de su gobierno.

La censura sistemática de medios de comunicación, la persecución de periodistas y activistas, y la manipulación de la narrativa oficial son estrategias que buscan ahogar cualquier disidencia. La opacidad se convierte en un instrumento de poder, donde las mentiras repetidas hasta el cansancio intentan convertirse en verdades absolutas, y el miedo se instala como un mecanismo de control social. Este aislamiento informativo no solo pretende silenciar las voces internas, sino también bloquear cualquier apoyo o intervención externa que pudiera debilitar el régimen.

George Orwell, en su icónica obra 1984, anticipa con inquietante precisión cómo los regímenes totalitarios dependen del control de la información para mantener su dominación. En la novela, el Gran Hermano reescribe la historia y manipula la realidad, asegurando que la población viva en un estado de perpetua ignorancia. De manera similar, Maduro ha implementado un sistema donde las mentiras oficiales prevalecen, y cualquier verdad que amenace su poder es rápidamente suprimida. La desconexión de Venezuela del flujo global de información, a través de la censura de redes sociales y la eliminación de medios de comunicación independientes, es un claro reflejo de esta estrategia. La guerra contra la verdad es una guerra por la supervivencia del régimen, donde la ignorancia se convierte en una herramienta política.

A pesar de no haber llegado al extremo de prohibir que los ciudadanos “vean el mundo a color”, como podría ocurrir en una distopía orwelliana, las acciones de Maduro han destruido gran parte del tejido social y cultural de Venezuela. La desesperanza se ha apoderado de un pueblo que ve cómo sus libertades y derechos son erosionados día a día. La represión, la censura y la manipulación son señales de un régimen que, lejos de buscar el bienestar de su población, se aferra al poder a cualquier costo.

En su intento de preservar su gobierno, Maduro ha mostrado que está dispuesto a arrasar con cualquier vestigio de libertad y dignidad en Venezuela, dejando al país en un estado de asfixia donde la oscuridad informativa y el miedo dominan cada aspecto de la vida cotidiana.

La comunidad internacional se enfrenta a un dilema de gran envergadura: ¿permitirá que una nueva dictadura eche raíces en el ya debilitado tejido democrático de América Latina? Con Nicaragua y Cuba ya sometidas a regímenes autoritarios, el caso de Venezuela bajo el mando de Nicolás Maduro podría establecer un peligroso precedente. Si se permite que otro gobierno autocrático prospere, es posible que otros líderes, como militares descontentos o políticos oportunistas, decidan seguir el ejemplo de Ortega, Maduro y Díaz-Canel, vulnerando la voluntad popular y consolidando su poder a través de la represión y la manipulación.

El desafío para la comunidad internacional es claro: debe evolucionar más allá de las condenas retóricas y las sanciones económicas que, aunque necesarias, han demostrado ser insuficientes para frenar la brutalidad de estos regímenes. Como sostiene el teórico político Michael Ignatieff en su obra Human Rights as Politics and Idolatry, la defensa de los derechos humanos no puede ser una mera declaración de principios; requiere acción decidida y efectiva. En este contexto, la comunidad internacional debe considerar la implementación de medidas coactivas más contundentes que respondan a la gravedad de las violaciones sistemáticas de derechos humanos en países como Venezuela.

Las denuncias de crímenes atroces, incluidos asesinatos de menores, violaciones masivas y la persecución de disidentes, documentadas en innumerables videos y reportes, son un clamor urgente que no puede ser ignorado.

Es hora de que la comunidad internacional tome la iniciativa y avance hacia un modelo de intervención que supere las limitaciones actuales, un modelo que no se limite a la condena diplomática o a sanciones económicas que muchas veces resultan insuficientes.

Como señala David Rieff en A Bed for the Night: Humanitarianism in Crisis, la comunidad internacional ha fallado repetidamente al enfrentar crisis humanitarias, quedando atrapada en un ciclo de ineficacia y falta de voluntad política para actuar decisivamente. Ante la proliferación de regímenes autoritarios en América Latina y otros lugares del mundo, es imperativo que se adopte un enfoque más robusto y dinámico, capaz de responder rápidamente a las violaciones de derechos humanos y evitar que se repitan los horrores del pasado.

La reforma de la Corte Penal Internacional con poderes efectivos para intervenir en situaciones de crisis humanitaria se presenta como una necesidad urgente. Esta idea no es nueva, pero su implementación ha sido obstaculizada por la resistencia de estados soberanos que temen perder el control sobre sus propios asuntos internos. No obstante, como argumenta Richard Goldstone, el primer fiscal jefe de la Corte Penal Internacional para la ex Yugoslavia y Ruanda, en For Humanity: Reflections of a War Crimes Investigator, la soberanía no debe ser un escudo para la impunidad. La historia reciente nos brinda ejemplos claros de lo que ocurre cuando la comunidad internacional no actúa a tiempo: las masacres en Srebrenica, el genocidio en Ruanda, y más recientemente, la devastación en Siria. Cada uno de estos episodios es un recordatorio doloroso de las consecuencias de la inacción.

Samantha Power, en su influyente libro A Problem from Hell: America and the Age of Genocide, argumenta que la inacción frente a crímenes atroces no solo permite que los perpetradores continúen sus actos de barbarie, sino que también envía un mensaje claro a otros líderes autoritarios: la comunidad internacional no está dispuesta a intervenir, incluso cuando los crímenes son evidentes. Esta pasividad contribuye a un ciclo de violencia y represión que podría haberse evitado con una respuesta internacional más decidida. Un ejemplo contemporáneo es el caso de Myanmar, donde la inacción global permitió que la violencia contra los rohinyás se convirtiera en una limpieza étnica a gran escala. Ante estos antecedentes, es crucial que se establezca un mecanismo internacional que no solo tenga el mandato de actuar, sino también la capacidad real de hacerlo.

La propuesta de reformar la Corte Penal Internacional (CPI) para que pueda realizar incursiones rápidas, detener masacres y arrestar a dictadores es crucial para la protección efectiva de los derechos humanos. Este enfoque no solo permitiría una respuesta más urgente y decisiva ante crisis humanitarias, sino que también enviaría un claro mensaje a los regímenes autoritarios de que la impunidad ya no será tolerada. Como destaca Kofi Annan en Interventions: A Life in War and Peace, la comunidad internacional debe estar preparada para asumir responsabilidades colectivas en la defensa de los derechos humanos, incluso cuando eso implique desafiar la soberanía estatal.

Es esencial que la comunidad internacional, bajo la bandera de las Naciones Unidas, tome medidas concretas y determine un nuevo rumbo en la defensa global de los derechos humanos. La inacción o respuestas tibias solo perpetuarán la impunidad y permitirán que los regímenes opresivos se fortalezcan.

La historia muestra que la falta de una respuesta coordinada puede tener consecuencias devastadoras, como se vio en la ex Yugoslavia y en Ruanda. Como señala Boutros Boutros-Ghali en Unvanquished: A U.S.-U.N. Saga, el fracaso en prevenir atrocidades a menudo se debe a una falta de voluntad política. Reformar la CPI para dotarla de poderes operativos podría ser el catalizador para una nueva era de justicia global, garantizando que los crímenes contra la humanidad sean no solo condenados, sino efectivamente castigados.

Este es el momento para que la comunidad internacional haga un alto en el camino y reconozca la gravedad de la encrucijada en la que se encuentra.

Como advierte Ban Ki-moon en Resolved: Uniting Nations in a Divided World, la unidad y la determinación son esenciales para enfrentar los desafíos globales. No se trata solo de intervenir en una crisis puntual, sino de establecer un precedente que prevenga futuras tiranías y proteja la dignidad humana en todas partes. Si la comunidad internacional falla en este momento crucial, dejando a los venezolanos a la suerte de un dictador genocida, no solo se permitirá que más países caigan bajo el yugo de regímenes opresivos, sino que también se erosionará la credibilidad de las Naciones Unidas y de todas las instituciones internacionales que deberían ser los guardianes de la paz y la justicia global.

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