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Actualizado el 10 de Septiembre de 2024

La epidemia de la corrupción

No nos imaginábamos, no estábamos preparados para tamaña crisis de dignidad, de semejante putrefacción que yace bajo una lisa superficie de aparente institucionalidad. Ningún movimiento político se escapa sin importar su color o ideología: el dinero, la ambición, el ansia de poder palidece a toda rectitud.

Medidas cautelares Luis Hermosilla Leonarda Villalobos AGENCIA UNO/ARCHIVO
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Tomás Szasz

es filósofo

La corrupción es una enfermedad contagiosa de extremadamente fácil diseminación y, cuán virus, una vez afectada una persona, una comunidad o un país, ya no hay cura: puede volverse latente, pero el germen se eternizó en el cuerpo atacado. Sus orígenes son variados pero la más importante es la ambición insertada en el ADN humano. Es cierto que más desarrollada una sociedad, más elevada su cultura originada en su historia, más avanzada su educación, menos impacto tiene la corrupción pues los individuos que componen el grupo o país tienen sus necesidades más satisfechas, su nivel cultural (educación) más elevado y son más insertos del sentido de rectitud y disciplina cívica en sus vidas.

Pero Latinoamérica es el grupo de países más grande del mundo donde, a falta de los méritos citados, ninguno de los países se escapa de la peste, con solo alguna que otra excepción (¿Uruguay o Costa Rica?) en que – aún – no es de gravedad. Pero en inmensa mayoría está irremediablemente prostituida con ejemplares donde el crimen, producto de la corrupción, reina sin piedad ni atenuantes: Venezuela, Nicaragua, Ecuador…para qué seguir. El germen tuvo posiblemente sus comienzos en la década de los 70 del siglo pasado en Chile, durante la UP y, aunque de manera distinta, la dictadura militar y pegó el gran y notable salto durante la última década. Casos olvidados, tapados, sin consecuencias, ni culpables: el caso Penta/Soquimich, seguido por la de Fundaciones. Y ahora el gran destape, la súbita aparición de mega-corrupción latente hace tiempo, la explosión nuclear nunca vista ni imaginada: los audios registrados en un celular perteneciente a Luis Hermosilla.

El abogado “lobbista” actualmente en prisión preventiva y esperando un juicio – si es que habrá uno – no es el principal culpable del Hermosilla-gate: es más bien un conector, un primer, recién destapado instrumento de intercambio de favores, de coimas, dineros turbios o malhadados, tráfico de influencias y otros delitos cuyo alcance es de importancia nacional y generacional. Y lo lógico es suponer que Hermosilla no es el único ni siquiera quizás el más importante de quién sabe cuántos personajes más con semejantes secretos e influencias. Lo cierto – y trágico – es la increíble cantidad de personas, autoridades, instituciones involucrados. Y aún no conocemos el momento cuando esa avalancha se originó. Gobiernos, ministros, jueces, mandos militares y policiales, legisladores, empresarios… no creo que haya alguien que pudo haberse imaginado hasta qué punto Chile está infectado por el virus; y el caso de audios puede ser sólo la punta del iceberg.

No nos imaginábamos, no estábamos preparados para tamaña crisis de dignidad, de semejante putrefacción que yace bajo una lisa superficie de aparente institucionalidad. Ningún movimiento político se escapa sin importar su color o ideología: el dinero, la ambición, el ansia de poder palidece a toda rectitud. E inmediatamente aparecen los intentos de politizar la corrupción a pesar de lo poco que tiene que ver con la ideología de los involucrados. El motor, repito, es la avidez personal.

Me tocó vivir 30 años en Argentina entre las décadas de los 50 y 80 del siglo pasado, tamizados de golpes y gobiernos militares, siempre de la mano del peronismo, el cáncer que devoró a un país que era una de las economías líderes mundiales y el centro cultural latinoamericano en 1930. Cuando llegué a Buenos Aires, la corruptela ya era una institución, ya nadie podía imaginarse a vivir sin ella. Todo estaba definitivamente viciado: gobierno, partidos, policías, fuerzas armadas, hasta los cajeros de bancos y porteros de edificios. La consigna era lo que dice el más grande de los tangos, el Cambalache (que tanto me gusta citar): “El que no llora, no mama; el que no afana, es un gil…” ¿A esto estamos llegando en Chile?

A partir de ahora ¡cómo alguien puede confiar en los políticos que elegimos para que manejen a nuestro destino, al país, al futuro? ¿Cuál fue nuestro último Gobierno aceptablemente honesto después de Pinochet (porque la de él no fue…), el de Aylwin, porque nació de una voluntad mayoritaria de libertad? Aquellos que le siguieron ya caen bajo la sospecha. ¿Cómo seguir votando por ellos? Cito al cantante puertorriqueño Bad Bunny: “El gobierno trabaja para joder y aun así tú ves a gente que sigue votando por los mismos, ¿Por qué idolatras a este tipo? Él es tu empleado…son nuestros empleados, son empleados del pueblo. Este no es el país de ellos… son nuestros empleados. Tú los pusiste ahí con tu voto…y ves que tu alrededor no es como tú lo quisieras…”

La indiscreción de la abogada Villalobos y destapada por Ciper que hoy agita a los medios, haciendo palidecer hasta lo que más nos afecta – el crimen, la delincuencia violenta, el miedo de salir a la calle – preocupa de tal manera hasta al fiscal nacional Valencia, que se ve obligado a dictar “instrucción para que fiscales resguarden chats privados de Luis Hermosilla tras presunta vulneración a su vida íntima”…. ¿Hay que tapar la mugre porque un caiga quien caiga podría ser muy peligroso? ¿Hasta dónde llega?

Nadie podrá contestar mis preguntas, las preguntas de muchas y muchos. Lo único seguro es que ya estamos contagiados: Chile infectada de corrupción. Aún desconocemos a qué grado.

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