El amor por la reglamentación punitiva
No se trata de declarar desde el buenismo que la solución a todos los problemas de convivencia se reduzca a abrazarnos y encontrarnos como comunidad. Pero en medio de la vorágine, es necesario politizar la agenda y buscar contrapuntos a quienes solo levantan como banderas la creación de nuevas leyes y sanciones.

La importancia que ha tenido el orden en nuestra configuración cultural ha sido un tema ampliamente estudiado. El mensaje que repite la historia oficial ha sido bastante claro: “lo que nos diferenció tempranamente del resto de -la “inestable”- Latinoamérica, fue superar rápidamente el periodo de anarquía/ensayos constitucionales post-independencia y constituir, desde la victoria conservadora en Lircay, un orden institucional sólido y estable representado en la figura de Diego Portales y la constitución de 1833.
Por cierto, Diego Portales era el hijo inepto de una de las familias más adineradas, un zorrón de su época. Amante de la buena vida y con poco talento para los negocios, se le asignó el monopolio para comercializar el tabaco y fracasó culpando de su poco éxito comercial al “desorden”, la falta de mano dura y el contrabando. Entonces, utilizó su dinero para armar un ejército y tomar el poder. Así, como han estudiado diversos historiadores, el mito fundacional de la república, tensionado en innumerables ocasiones (1851, 1859, 1891, 1925-1933, 1973, 2019, etc.), ha tenido como ganador en cada época, a un orden autoritario en lo político y liberal en lo económico.
Por esto, uno de los grandes méritos de Jaime Guzmán estuvo justamente en reimpulsar ese mito fundacional liberal-autoritario, estructurando el orden de la “república” actual. En 1979, Guzmán señalaba la necesidad de “conformar una nueva subjetividad que haga que todos los chilenos sean defensores ardientes de la libertad económica”. Y vaya que éxito ha tenido en ese desafío, cuando incluso la izquierda debió votar a favor de la continuidad de su proyecto.
No parece tan extraño entonces, en una cultura política que ha sido configurada de manera autoritaria en muchos periodos, que Pinochet, después de 17 años, tuviera un 44% de los votos; que el personaje político internacional mejor evaluado para los chilenos sea Bukele, y que un importante número de encuestados sea favorable a restricciones a las libertades personales y a estados de excepción constitucional, o más atribuciones a Carabineros y FFAA en pos del orden. Una parte importante de la sociedad quiere orden y que en Chile reine la paz de los cementerios: espacios públicos sin música, sin vendedores, sin alcohol en la vía pública, sin comida ni olores, sin extranjeros, con aforos limitados en los estadios o derechamente sin partidos autorizados, sin festivales ni carnavales populares, sin marchas, sin nadie… Y la forma para conseguirlo ha sido crear un país lleno de prohibiciones y regulación, utilizadas como la manera de modelar y limitar el comportamiento de los individuos.
De esta forma, particularmente en el ciclo neoliberal -en el marco de destrucción de la educación pública, los barrios, las comunidades, lo colectivo-, la educación de la sociedad quedó en manos del condicionamiento “premio-castigo”. El primero, la promesa del “jaguar de América”, de la movilidad social a través del acceso a crédito, la deuda para un título universitario, el colegio subvencionado, etc.; el segundo, en un excesivo punitivismo, con una autoridad implacable: no divorcio, no aborto, no homosexualidad, no fiestas, no consumo de drogas, no comunismo, no derecho a manifestación sin autorización, no tomar en la vía pública, no a la “última tentación de cristo” o Iron Maiden (censurados), no a nada… Por supuesto, esto solo para los sectores populares, ya que las clases altas nunca tuvieron problemas para divorciarse -anular-, hacerse abortos, fiestas con consumo excesivo y viajes a países en los que podía ver una puesta de sol tomando mojitos en una playa, es decir, transgredir todas las normas que se imponían para el resto de la sociedad.
Sin embargo, hacia inicios de los 00’s la promesa del jaguar comenzó a hacer aguas estallando literalmente en las décadas siguientes. A su vez, en un marco de crisis institucional, de autoridad, confianza y representación, la transgresión a las normas develó la incapacidad del sistema por generar coerción -miedo-, fiscalización y sanción. Es importante desde esta perspectiva entender que la transgresión de la norma es el síntoma más evidente de la crisis de un Estado y puede ocurrir en paralelo, con distintos contenidos e intenciones: desde una barricada, hasta carabineros vendiendo armas a delincuentes; desde Hermosilla al funeral narco; desde la acción directa en el Wallmapu, al ingreso de personas por Colchane; desde un toldo azul a la violencia en los estadios.
En este contexto, lo paradójico es que la respuesta para ese Estado en crisis fuera presionar por una solución punitiva a sus problemas. En ello, naturalmente el sensacionalismo de los medios de comunicación ha ayudado bastante: un reportaje muestra cómo venden pollos sin refrigerar en ferias libres, entrevistan a un médico que habla de los riegos, al día siguiente hay una fiscalización masiva en directo por los matinales; luego, otro reportaje entrevista a vecinos molestos en Cartagena o en parques por los “excesos” y suciedad que dejan las fiestas universitarias, y entonces viene la fiscalización, represión o la creación de nuevos reglamentos, ordenanzas y leyes. Así, la relación clásica entre medios, agenda y políticas, aun con la crisis de la televisión y sus debilitadas audiencias, se mueve por distintas coyunturas: comercio ambulante en Meiggs, cocinerías, fiestas clandestinas, la evasión en el transporte público, carreras clandestinas, mausoleos narcos, exceso de velocidad, barricadas, venta de alcohol en borde costero, y un sin fin de temas que suele tener un marcado sesgo de clase -salvo excepciones como las prohibiciones de ingresos a lagos y playas en verano-.
Con ello, en un Estado en crisis, el populismo legislativo punitivista cae en un simulacro, crea un conjunto de normas, imposibles de fiscalizar -salvo en cámara de TV-, con acciones de bajo impacto y que obviamente no atacan en absoluto el “problema” que lo origina, muy por el contrario, genera contradicciones al no tener una mirada sistémica. Así por ejemplo se ha puesto de moda el concepto “incivilidades”, como una manera de referirse a todo y nada a la vez, entonces el carro de sopaipillas, un grupo de jóvenes tomando cerveza en la calle, el uso de fuegos artificiales y el tren de Aragua, entran en un mismo saco.
Pero, más allá de los medios y una tendencia global autoritaria, el orden y sus valores operan en distintos planos. Son una relación social y habitan entre los distintos individuos. La respuesta punitiva existe en nosotros, de lo contrario los medios no tendrían audiencias, ni habría políticos impulsando populismo penal o deseando ser Bukele; tampoco el Frente Amplio con el PC hubiesen impulsado un gobierno con una agenda centrada en el punitivismo. Como anécdota, reconozco haber estado intentando hacer dormir a mi hijo (1 año), y luego de 45 minutos, cuando pareciera estar a punto de lograrlo, pasa una moto con un sonido ensordecedor y lo despierta. Con rabia y frustración, mi primer impulso es desear una ley que las prohíba, y una fiscalización que sancione la falta de silenciador en motos. Tampoco disfruto estar en la playa y que a lado mío haya un grupo con un parlante gigante a todo volumen, fumando y dejando basura… Pero más que una ley y un policía, sería deseable una educación colectiva que impulsara la empatía y el respeto por el otro, sacándonos de la realización individualista.
No sabemos convivir en comunidad. El neoliberalismo ha estructurado a sujetos con comportamientos asociales. Desde ese lugar, los sujetos, en el marco de sus libertades, carecen de empatía por el entorno, y el entorno, a su vez, tiene pocas herramientas comunitarias y colectivas para limitar, mediar y transar estos individuos. Dicho de manera más sencilla, el grupo de amigos que va a la playa con un parlante gigante no tiene empatía alguna por los efectos que generan en su entorno; y el entorno, a su vez, es incapaz de comunicárselo o regular su comportamiento, y tampoco de tolerarlo. Así la libertad entendida como “no interferencia” genera una relación doblemente asocial: yo usuario de playa quiero hacer lo que quiera sin importar el resto y poner la música al volumen que quiera; y, en contrapartida, yo usuario de playa no tolero que nadie interfiera en mi paz, y me desagrada todo: carpas, ambulantes, música, alcohol, humo, niños, etc. Es decir, ambos quieren que no exista nada más que ellos y su experiencia playa. Ante ello, el mecanismo es la prohibición, como renuncia a la auto-regulación, la educación y la generación de empatías sociales. Pero como fue dicho, en un marco de crisis, la senda punitiva, carece de coerción y capacidad de fiscalización y sanción.
Para finalizar. No se trata de declarar desde el buenismo que la solución a todos los problemas de convivencia se reduzca a abrazarnos y encontrarnos como comunidad. Pero en medio de la vorágine, es necesario politizar la agenda y buscar contrapuntos a quienes solo levantan como banderas la creación de nuevas leyes y sanciones. De lo contrario, a menos que queramos la distopía orwelliana -no es descartable como tendencia autoritaria global-, nunca habrá suficientes normas, fiscalizadores y ojos para ejercer el control y sanción sobre cada acto humano ¿o sí?