"Un mal chiste", por Federico Willoughby
¿Saben? Hay pocas cosas que me molestan más que la gente que es fome y cree que es divertida. Esos tipos prepotentes que en pleno asado o comida se tiran un chiste flojo, generalmente obsceno y/o racista e impostan una risa fuerte, casi gritona que, por desgracia, siempre encuentra algún despistado que empatiza y también se pone reír.
¿Saben? Hay pocas cosas que me molestan más que la gente que es fome y cree que es divertida. Esos tipos prepotentes que en pleno asado o comida se tiran un chiste flojo, generalmente obsceno y/o racista e impostan una risa fuerte, casi gritona que, por desgracia, siempre encuentra algún despistado que empatiza y también se pone reír. Y así, un mal chiste logra capturar una audiencia y, para peor, le hace pensar a esa pobre ave carente de cualquier humor que sí, que efectivamente es un tipo divertido y, por lo mismo, debería seguir tirando chistes.
Y así, sin más, una agradable tarde o velada se transforma en una sucesión de comentarios desubicados, mal dichos, poco elaborados, carentes de inteligencia que siempre terminan en la misma y desagradable risa.
Ahora, no es que yo sea muy divertido. O sea sí, lo soy, pero el punto es otro. Ser divertido no se trata, principalmente, de hacer reír. No: la cosa es mucho más compleja -o por lo menos tiene muchos más alcances que lograr sonrisas.
Sucede que hacer reír es básicamente la habilidad de decir verdades que, de otra manera, no se podrían decir. Por ejemplo, todavía recuerdo cuando un amigo empezó a salir con una chica que terminaría siendo su mujer.
Los primeros días fueron, según me lo contaba él y por lo que yo también veía, un verdadero ensueño. De hecho, no lo vimos por varias semanas hasta que, en un rápido almuerzo, me sorprendió con su drama. “No sé qué hacer. Ella me encanta, pero no soporto el mal aliento que tiene. Y no hay caso, no sé como decirlo sin que se lo tome a mal. Pero ya no aguanto más”, me contó desolado.
Inmediatamente pensé en hacer un chiste, pero me abstuve para después de pensarlo un poco decirle: “sabes, la única forma de que se lo digas es que lo hagas con humor”, le dije con cara de mente brillante.
– “O sea, ahora además quieres que me ella me mate”.
– “No, hombre. Para eso está el humor, para darle una salida a los temas difíciles. No sé, cómprale 200 paquetes de mentitas y le haces un enorme corazón con ellos sobre la cama”.
– “¿Tú crees?”.
– “Es lo que mejor se me ocurre. O no sé, dale un beso y dile de manera simpática algo así como, ‘estarían buenas unas mentitas, ¿ah?’”.
– “Me estás jodiendo”.
– “No, hombre, te lo digo en serio. Es como cuando alguien se ríe de la ropa de una persona en su cara. En el fondo, le estás diciendo que se viste pésimo, pero como lo dices ‘en buena’, se acepta. Tú te ríes, él se ríe y todos felices… es más: te aseguro que el tipo va a dudar si ponerse de nuevo esos zapatos rojos o ese terno a rayas calipso”, le dije con mi más absoluta convicción.
Lo cierto es que nunca le pregunté los detalles, pero sé que están casados y hasta donde me manejo ella no tiene que ocupar una máscara cuando le habla. Así que supongo que de alguna manera lo solucionaron (y podría apostar que el humor tuvo que ver).
En fin. No me voy alargar más, pero toda esta vuelta tiene que ver con la campaña de prevención del Sida que lanzó el gobierno. O sea, la sola idea de que existan muertes entretenidas me supera más allá de lo evidente y cuando la vi no pude dejar de recordar a esos tipos prepotentes que creen que son chistosos y son una lata.
Creo, de todo corazón, que la nueva forma de gobernar no tiene que ser divertida. Mejor sean eficientes, no se puede tener todo en la vida. No es chiste.
Federico Willoughby, periodista, escribió hace un par de años “Muchos Huevos: Manual de supervivencia para el soltero en la cocina” como una forma de hacer industria a partir de su soltería. No lo logró, pero en el camino aprendió a cocinar como los dioses. Su futuro está en Chicago, donde en enero parte un master en la Universidad de Northwestern.