"Sin cine, pero con cárcel", por Rodrigo Andrade
En mi ciudad no tengo cine. Pertenezco al gran número de chilenos que vive en el Chile Profundo, al menos en un provincialismo profundo. Nací y viví muchos años en Provincia, pero nunca me había tocado ser tan, pero tan de provincia: no tengo cine, ni librería ni un lugar para tomar café y leer el diario. Es tan chico que cuando salgo a correr, ya no lo hago por la ciudad, lo hago por la carretera. No hay lugares para hacer deporte, ni para andar en bicicleta ni para correr.
En mi ciudad no tengo cine. Pertenezco
al gran número de chilenos que vive en el Chile Profundo, al menos
en un provincialismo profundo. Nací y viví muchos años en
Provincia, pero nunca me había tocado ser tan, pero tan de
provincia: no tengo cine, ni librería ni un lugar para tomar café y
leer el diario. Es tan chico que cuando salgo a correr, ya no lo hago
por la ciudad, lo hago por la carretera. No hay lugares para hacer
deporte, ni para andar en bicicleta ni para correr.
Lo que sí hay es una cárcel. No
desarrollamos cultura ni vida sana, pero sí delincuencia. Y no
podemos ser menos: incorporamos el discurso de populismo punitivo y
así tenemos un Centro de Detención Preventiva (AKA cárcel, CDP,
gendarmería, como guste) para 70 personas, pero con 288 presos
viviendo en ella. Una gran mole de murallas, atiborrada de malos,
custodiada por guardias y algún perro que temer.
Y esas grandes murallas son las que me
separan de los 288 delincuentes que viven en un lugar para 70. No
tengo idea cómo llegaron, no sé qué hacen y qué harán cuando
salgan. Y yo que creía que era como en la Tele. Cuando era chico
veía “OZ” por HBO, y siempre creí que así eran las cárceles:
lugares de pandillas, donde te violan y donde tu vida corre peligro,
pero al menos tenías una celda y una cama y un lugar para comer, era
un lugar humanamente malo.
Recién ahora supe que nuestras cárceles
eran más como la jaula de ”Prison Break” llamada Sona, donde
cada uno vivía como podía. Son malas, pero inhumanamente malas. Al
parecer la única diferencia es que acá, al fin del mundo, tenemos
agua (¿será potable?) y algunos gendarmes (si en San Miguel eran 5
para 1.900 ¿cuantos tocará para 288?). La otra diferencia: acá no
es película, sino un mal sueño que termina cuando muere gente que
después deja madres, hijas y esposas que alimentan el morbo
“informativo”.
Fuera de esa cárcel he visto que los
domingos por la mañana hay una carpa ocupada por la ingeniosa
arredantaria de los primeros lugares que serán vendidos a quienes
paguen el precio estipulado. Cuando paso de vuelta, dos horas
después, hay un sinfín de mujeres: madres, hijas y esposas.
Hijos,
y padres veo poco, no sé porque. A veces me pregunto si les dará
vegüenza estar a la vista de toda la Ciudad (pueblo chico, infierno
grande, dicen). A mí me daría. Y cuando a veces llego a mi casa, me
recuerdo de Mateo 25 (un evangelio): “cuando me fuiste a visitar y
estaba encarcelado… a Mí me visitaste”… y ahí es a mí al que
le da vergüenza, y también algo de culpa, pues ni he visitado, ni
me he preocupado. Solo les temo, y no sé ni porqué.
Rodrigo Andrade es religioso Sacerdote de San Viator, profesor y capellán del colegio San Viator de Ovalle. Apasionado por el evangelio y la humanidad, disfruta de las tecnologías y de la información.