“Cuanto más quiero a mis hijos, menos entiendo el aborto”, por Marcelo Brunet
Es curioso que a dos personas frente al mismo estímulo les ocurraexactamente lo opuesto.
Lo cierto es que a mi me pasa todo lo contrario a lo que describía Rodrigo Guendelman ayer: tengo la dicha de ser padre de hijos maravillosos, amorosos e indudablemente mucho mejores que yo, y mientras más esfuerzo conlleva criarlos, menos puedo comprender a quienes abortan.
Es curioso que a dos personas frente al mismo estímulo les ocurraexactamente lo opuesto.
Lo cierto es que a mi me pasa todo lo contrario a lo que describía Rodrigo Guendelman ayer: tengo la dicha de ser padre de hijos maravillosos, amorosos e indudablemente mucho mejores que yo, y mientras más esfuerzo conlleva criarlos, menos puedo comprender a quienes abortan.
Rodrigo, a quien no conozco personalmente, asegura amar a su hija como nunca imaginó que se podía querer a alguien y también amar la vida. Lo comprendo cabalmente y coincido con él cuando afirma que “tener un hijo es una responsabilidad gigantesca, llena de esfuerzo, angustiosa por la extrema vulnerabilidad de un niño, muy cara y 24 horas. Espectacular, pero difícil. Maravillosa, pero ultra demandante”. Por eso es que, seguramente, Rodrigo eligió ser padre. E hizo bien, muy bien. El problema radica en que no todos los hijos concebidos son deseados con la intensidad con las que Rodrigo deseó a su hija.
Y es ahí donde radica la pregunta básica: ¿ser concebido sin ser deseado es sinónimo de no merecer vivir?
Acá comienzan las discrepancias. Mientras Rodrigo deja eso al arbitrio de la madre, yo considero que la vida es un valor inclaudicable en una sociedad democrática, especialmente la vida de los más indefensos.
No voya acusar a Rodrigo de eugenésico porque no lo es. Mucho menos de nazi. Sería muy injusto motejarlo con tales apelativos por representar en su artículo un sentimiento arraigado en muchos, de quienes por pretender que la vida sea un don maravilloso –como ciertamente lo es- deba ser dado siempre en condiciones ideales. Desgraciadamente, en este mundo tan poco idílico, esos casos de afortunados niños son minoritarios.
Pero condicionar a la voluntad de un tercero el derecho a nacer de estos “menos afortunados” es una doble injusticia. Creo que nadie tiene la autoridad moral para determinar cuándo una vida es más valiosa que otra. Por ende, la afirmación de que el sufrimiento que pudiera experimentar un chico no deseado al ponérsele término anticipado –y bastante violento e inhumano- de la vida de “un dolor que debe durar algunos segundos” seria mejor que “una vida coja en afectos, con años de orfanato, con altísimas posibilidades de ser acosado, violentado, violado o golpeado” me resulta inadecuado, injustificado y poco caritativo.
El viejo Aristóteles nos responde en su sabiduría que “en todas las cosas la naturaleza aspira a lo mejor, y que es mejor ser que no ser” (“Acerca de la generación y la corrupción 336b27–337a7”). O sea, pese al inmenso sufrimiento que acarrea no ser hijo de padres tan generosos con su esfuerzo como Rodrigo, vale la pena nacer.
Así como vale la pena vivir a quienes, incluso desde el vientre materno, poseen mal formaciones, complicaciones de desarrollo e incluso para quienes vivirán poco entre nosotros. No sabemos cuándo exactamente los seres humanos gozan de las potencialidades de lo que pudiéramos denominar “alma”. Sin embargo, alguna certeza tenemos que desde la concepción los cuerpos de la mujer y del embrión son distintos, toda vez que el ADN del feto es diferente al de la madre, compuesto de 23 cromosomas del padre y 23 de la madre, lo cual nos habla de un ser genéticamente distinto a sus progenitores.
La información genética se conserva en todas las células independientemente de cuál sea el desarrollo del embrión. Por eso el destacado biólogo Jean Rostand afirma que “el hombre entero se encuentra ya en el óvulo desde el momento en que éste es fecundado: todo el hombre con todas sus potencialidades“. Ciertamente nadie dijo que la vida es perfecta. Pero es mejor vivirla que no poder vivirla. Y eliminarla antes de nacer es una doble injusticia.
Evidentemente, nuestra sociedad tiene mucho que aportar y construir. Debemos contribuir a que la movilidad social permita que ese “Dicom genealógico” del cual habla Rodrigo no sea un lastre determinante para toda la vida.
No sigamos amparando la hipocresía del “aborto de los ricos”, encubierto tras apendicitis. Mejoremos nuestros mecanismos de adopción. Cientos de parejas claman por poder adoptar y no pueden. En suma, podemos y debemos modernizar nuestro país para que sea uno verdaderamente defensor de la vida.
Pero no centremos nuestra mirada en la muerte de un inocente como mejor solución a todos los problemas.
Porque si la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, el primer derecho de todos es a nacer y a vivir, pues la vida es el presupuesto de todos los demás derechos. De todas las injusticias imaginables el aborto es la peor de todas.
Marcelo Brunet Bruce es abogado y licenciado en Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Profesor de Teoría Constitucional y Derecho Constitucional. Es autor de “Manual de Derecho Político, Sociedad y Estado”y de variadas publicaciones científicas en el ámbito del derecho público.@marcelobrunet en twitter. |
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