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24 de Enero de 2014

Pinchar (en el sentido erótico y no ciclístico del término)

Es cierto que la bici hace bien para la salud. Que se tonifican los músculos, que mejora la actividad cardiaca. También es verdad que es un medio de transporte limpio, barato, sustentable. Para mí también tiene mucho de cierto que es una opción política, porque en bici uno habita la ciudad de una manera distinta, al margen, justo por el lado del imperio del auto y todo su modelo de consumo, contaminación y estatus social.

Por Redacción
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Es cierto que la bici hace bien para la salud. Que se tonifican los músculos, que mejora la actividad cardiaca. También es verdad que es un medio de transporte limpio, barato, sustentable. Para mí también tiene mucho de cierto que es una opción política, porque en bici uno habita la ciudad de una manera distinta, al margen, justo por el lado del imperio del auto y todo su modelo de consumo, contaminación y estatus social. Algunos dicen que ser ciclista da onda, que uno se ve más cool. Otros afirman que andar en bici es rico y listo se acabó. Pero hay algo tan verdadero como todo lo anterior y que nadie dice: que uno en bici pincha más. Y no me refiero a pinchar la cámara, sino a pinchar en el sentido erótico, es decir, al acto de intercambiar un coqueteo fugaz. Es así, tal cual como algo que pincha, que punza. Que pasa rápido y que al instante se va. Habitualmente el pinchazo erótico se realiza mediante un cruce de miradas fortuito, puede ser con ojos dulces o bien abiertamente libidinosos. A lo más el pinchar puede llegar a un intercambio  verbal breve, con palabras tiernas o con las ideas más bajas del repertorio del piropeo nacional. La fugacidad está dada por la velocidad y el movimiento que nos otorga la bicicleta. Miramos, sonreímos, seducimos brevemente, pedaleamos y ya todo quedó atrás.

Esta facultad no es exclusiva de las mujeres. Cierto amigo contó que él no sabe si es la belleza de su bici o la altura que toma sobre ella, pero arriba de la cleta se siente un potro, un semental del asfalto. Dijo también que él abajo de ella, en sus horas de peatón, no capta tantas miradas. Afirmó que no recibe casi ninguna. Terminó confesando que a pie, él no es nadie en las calles de esta ciudad. Yo pienso un poco lo mismo, aunque con una cuota mayor de optimismo. Mis pasos como peatona no son tan desgraciados, pero, seré franca, en bici es otra cosa. Yo antes tenía una Mini marca Cic de los años 70, esa que sale en la película Machuca. La muy hermosa pasó 15 años a la intemperie, arrumbada en un patio y bastó nada más una reparación que le dio mi hermano, para que sus ruedas recorrieran Santiago con la misma energía que en los días de la Unidad Popular. Aunque la pintamos con spray morado, destinándola a una apariencia siempre ajada, y nunca le instalamos sus bellos tapabarros plateados, yo mataba arriba de la Mini. Pinché en el sentido ciclístico del término solo una vez en cuatro años, pero en el sentido erótico perdí la cuenta. Podría clasificar mis pinchazos en dos tipos: el primero, con lolitos vintage que apreciaban tener una bici de 40 años de edad. Ese modelo único, sus rueditas aro 20, su manubrio alto, su parrilla a prueba de todo, eran un imán con los chiquillos adictos a la moda retro. El segundo tipo de pinchazo era con taxistas. ¡Ay, como me encantaban los taxistas! Nunca jamás uno me tiró su auto encima, porque por regla histórica, todos los taxistas mayores de treinta años, aprendieron a andar en bicicleta montados en una Mini Cic. En el rojo del semáforo uno me dijo: “Señorita, yo tenía la misma cuando era niño y llevé mil veces a mi hermano en la parrilla y nos rompimos los huesos pero la bici nunca se rompió”. Los ojos se le llenaron de lágrimas y yo vi en sus pupilas a un niño de 12 años, por allá a comienzos de los 80, con la cara sucia y costras en los codos. El taxista se fue feliz en su ensueño de la infancia, y  abrió la ventana para ver si podía nuevamente sentir el viento entrando por su camisa. En eso un pasajero, el taxímetro y de nuevo a recorrer Santiago por dinero y no por placer. Entre los dos tipos de pinchazo, el ondero sexual y el taxista melancólico, la verdad, no puedo elegir.

Cuando decidí invertir en una pistera para no llegar tan cansada a mi destino y no romperme la espalda al subir la Mini a mi departamento del piso 3, una de las cosas que me preocupaba era pinchar mucho la cámara, pero en cambio, que el pinchazo erótico disminuyera su frecuencia. Sí, soy frívola. Por suerte eso no ocurrió. Si en la Mini me veía bonita, en la pistera (yo juro), me veo rica. No sé si será la elegancia del marco, sus ruedas finas, o quizás es la posición que asume el cuerpo: las caderas ubicadas a mayor altura que en la Mini y, por lo mismo, el pecho –los pechos- inclinados hacia delante. He pensado en cambiarle el manubrio recto que tiene por uno de ruta, así mi espalda irá totalmente recta, mi coxis quedará más empinado, y de verme rica (yo juro), pasaré a verme súper rica. En efecto los pinchazos de la cámara aumentaron, y los eróticos, por suerte, también. Debe ser que andar en bici se parece un poco a las artes amatorias y es por eso que a los hombres les gusta tanto ver a una ciclista. Ambos actos son cosa de cuerpo, ritmo y movimiento, de saber dónde poner las manos, cómo coordinar las piernas, cuándo subir las caderas. En los dos casos hay que saber cuándo frenar, cuándo deslizarse y cuándo ponerle toda la velocidad. A veces, en bicicleta, al atardecer yendo hacia el poniente, también se tienen orgasmos.

Al tan conocido y poco original “sáquele el sillín, mijita”, con voz rasposa en extremo repulsiva, se han sumado otros piropos en estos meses con mi pistera, que a todo esto se llama Nena. Un día por Compañía, justo antes de doblar hacia San Martín, de una camioneta de alguna empresa de telefonía, con un tono hirviendo en deseo y seudogalantería, su conductor me dijo “Puta que me excitan las hueonas en bici”. Me ofendió su cara de violador en serie, su pretensión tan baja de conquistar así, con lo mínimo. Pero lejos lo que más me molestó fue que me dijera hueona. Es cierto, a veces lo he sido, pero él no me conocía, no tenía el derecho de decírmelo, no se lo permito. Yo no sé arreglar un pinchazo, nunca he desmontado la rueda, ni idea cómo detectar la perforación, pero sí sé cómo responder al otro tipo de pinchazo. Furiosa y ansiosa de venganza, acto seguido a su insinuación, puse mi máxima cara de zorrita y le dije “¿en serio te excito?”. Su rostro se llenó de esperanza y pude ver como algo en él se “tonificaba”. Su compañero lo animó a continuar el flirteo y justo antes de que el semáforo diera la luz verde, le dije “en cambio a mí, no me excitan ni un poco los hueones en auto”. De pronto, él era todo flacidez. Provocativamente me puse a andar sobre los pedales y si me hubiera podido pintar con lápiz labial las nalgas, me habría escrito “sue-ña”, una sílaba en cada cachete.

Otras vez mucho menos desagradable, en la calle Portales, un joven copiloto de un camión de gas me dijo “linda su máquina, señorita”. Yo que había comprado recién a mi Nena le respondí “gracias, esta nuevecita”. Él, con risa, me dijo “no, lo decía por usted”. Yo era la máquina. Seguí por Portales viendo en mis rodillas engranajes y sentí que mi cuerpo de máquina metálica brillaba con el sol.

Mi bici se llama Nena en honor a las fans de Sandro. Yo por el Gitano lo dejaría todo: a mi casa, a mi familia, a mi perro Fermín. Es que esas caderas, esas manos. Es que esos labios, por sobre todo esos labios. Cuando Sandro murió mi amiga Natalia me envió un artículo en su homenaje. Uno de sus párrafos decía: “tus Nenas saben que no se trataba de pelvis, sino de estados emocionales. Por eso cuando joven y luego de esas catarsis escénicas te bajaba el pulso y podías vomitar o desmayarte. Y ya más viejo, las hacías olvidarse de los años, la celulitis, el paso del tiempo, y ellas se sentían queridas y amadas una vez más”. A mí me pasa lo mismo cuando ando bicicleta, me siento la más amada. Aunque mida un metro y medio, aunque pese menos de 50, aunque hace años que no varíe mi talla de sostén. No importa. Y es que en realidad qué importa si no se es rica, si arriba de la cleta uno conoce en cada esquina el amor. Porque andar en bicicleta, más que a las artes amatorias, se parece al mismísimo amor. Lo andamos, lo disfrutamos y siempre es mejor cuando corre vientecito. Lo recorremos, aceleramos y conocemos la felicidad. Pero también cansa. Pucha que cansa. Está lleno de baches, de hoyos, de obstáculos, de gente que se cruza en el camino. Uno se cae, duele, de hecho sangra. El amor, como la bici, nunca es en línea recta, hay que saber doblar, perderse, detenerse y retomar el camino. En el amor, como en la bici, lo importante no es el destino, sino el trayecto en sí. Andar el amor y andar en bici, es mejor escuchando “Trigal” de Sandro.

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