¿Ruidos Públicos/Sonidos Privados?
Si escucho cuando la vecina taconea por la casa o si la guagua del piso de abajo llora todo el día, eso da cuenta de lo malas que son las construcciones en Chile y de lo poco resguardada que está nuestra privacidad en relación a la aislación acústica.
Cuando me vine a vivir a Santiago Centro, uno de los motivos por los que quise habitar un lugar ubicado en el corazón de la ciudad fue la convergencia de sonidos que podría apreciar desde este centro de operaciones que había elegido para la vida y el arte. Siempre creí que desde este sitio podría asistir a sonoridades ocultas para la mayoría de los oídos capitalinos, ya que contemplaría el lado B de la ciudad, esa que de día se mueve vertiginosa y que por la noche pareciera descansar de las personas que transitan por sus calles aceleradamente camino al trabajo, a la universidad o a adquirir algún producto que consideran indispensable para su vida.
Estando acá he podido oír como el centro está tan vivo de día como de noche y que el flujo sonoro que tiene es una prueba fehaciente de que el silencio no existe, pues desde mi habitación en el piso 10 de la calle Estado, mis oídos se la pasan componiendo y recomponiendo el entorno que los asalta a cada momento. Se la pasan entreteniéndose mientras escuchan los sonidos del olvido o sonidos olvidados; la llave del agua que quedó corriendo porque alguien olvidó cerrarla, el camión de basura, que aunque está detenido su motor sigue encendido, porque el chofer se encuentra conversando o comiendo junto a los cartoneros y la gente del Mc Donald´s, un perro que ladra a lo lejos, porque todos nosotros olvidamos alimentarlo, el sonido de los vítores de 10, 30 o 100 personas que marchan por Estado, reclamando por algún derecho que olvidamos que teníamos o por alguna causa impune que muere en el silencio. Y así mismo un sinfín de sonidos que de pronto aparecieron como disponibles en una paleta de colores en las ventanas de mi casa y que no siempre me ha resultado fácil asimilar.
Es así como en mi departamento, ubicado en el centro del universo sonoro, vivo haciendo analogías auditivas de lo que pasa afuera (en mi entorno) para transformarlo adentro (en mi cabeza). Intento engañar a mi percepción, como queriendo componer con la orquesta del mundo que me rodea para convencerme que todo lo que llamamos ruido simplemente es una cuestión de gustos y de jerarquías establecidas, porque de seguro donde sea que habitemos podremos encontrar cientos de sonoridades ruidosas, que dependiendo del contexto y de la situación en la que nos encontremos serán recibidas por nuestros oídos de distinta manera, llamando a la misma onda a veces ruido y a veces sonido.
A raíz de esto es que pienso en cómo hacemos entonces para convivir con tanta sonoridad sin pasárnosla tildando a los sonidos de ruidos o sin caer en la actitud fácil de colocarnos audífonos con tal de aislarnos y anularlo todo.
Más allá de las desagradables realidades auditivas que abundan en nuestro paisaje, pareciera ser que el problema es cómo nos relacionamos con ellas, pues si por ejemplo usáramos el sonido como un indicio de la realidad podríamos, entre otras cosas, entender comportamientos y situaciones o acercarnos a la cotidianeidad de un espacio, porque si escucho cuando la vecina taconea por la casa o si la guagua del piso de abajo llora todo el día, eso no solo da cuenta de lo malas que son las construcciones en Chile y de lo poco resguardada que está nuestra privacidad en relación a la aislación acústica, sino que, ya estando en eso de escuchar al otro (aunque sea de forma obligada) también podemos preguntarnos por el concepto de lo público y lo privado, porque el sonido, mucho más que la imagen, rompe y transgrede constantemente esta línea divisoria imaginaria que separa lo que sucede entre mis 4 paredes de lo que hay afuera y porque ese espacio otro (el afuera) que percibo por medio del sonido, está siendo habitado por un otro.
Desde allí entonces es que tal vez exista una analogía posible entre lo ruidoso y lo sonoro versus lo público y lo privado, porque quizás no se trate solo de ondas, frecuencias, vibraciones y volúmenes, sino que tal vez se trate también de la manifestación del otro y de “lo otro” lo que nos hace tanto ruido y nos molesta al momento de ponerle atención a lo que nuestros oídos están captando; porque el sonido del sexo nos parece agradable si somos nosotros quienes lo practicamos, pero nos perturba cuando los que están sonando son otros, porque si invitamos a un amigo a nuestra casa podemos tolerar escuchar su música, pero cuando la música proviene de la casa del vecino, ésta puede parecernos insoportable, porque podemos tocar la bocina 100 veces sin problemas, pero odiamos que otros lo hagan y aún más si esto sucede cuando nosotros no vamos arriba de un auto. Hay quizás en la sociedad chilena una noción del ruido asociada a todo eso que consideramos como ajeno, ¿será posible que uno de los factores que condicione nuestra terminología esté relacionada con la negación y/o la incomodidad de lo público por sobre lo privado?, ¿será que preferimos o estamos acostumbrado a ser un país silencioso, en el cual los habitantes más que habitar la ciudad y el espacio público, nos resguardamos bajo techo y nos encerramos entre 4 paredes para hacer como si esas paredes pudiesen ser párpados para nuestros oídos?