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4 de Septiembre de 2014

Con Gran Muralla Verde Senegal busca frenar avance de la desertificación y el hambre

El proyecto de La Gran Muralla Verde prevé cultivar una barrera vegetal de 15 kilómetros de ancho y 7.000 de largo que atraviese África de este a oeste

Por Redacción
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Hacia las ocho de la mañana, cuando el sol aún no ha calentado la seca y polvorienta tierra del Sahel, Haira Idara y otras 20 campesinas como ella recorren los 40 metros que separan el estanque de las hileras de incipientes lechugas. Estas trabajadoras, que arrastran desbordantes regaderas de plástico, son algunas de las 300 mujeres que labran la tierra y riegan los cultivos que alimentan con sus frutas y verduras a la diminuta aldea de Widou, en el norte de Senegal.

“Aquí tenemos patatas, zanahorias, cebollas y melones y otras hortalizas”, aclara Haira, orgullosa, mientras el chorro que brota de su regadera desaparece en cuanto alcanza la tierra. Esta inagotable trabajadora de 52 años con apariencia de anciana es una de las 45 mujeres que en el año 2008 empezaron a trabajar el huerto, una parcela de siete hectáreas que, vista desde el cielo, se ve como una mancha verde en medio del inerte Sahel.

Este uno de los primeros ladrillos de la Gran Muralla Verde, el proyecto lanzado en el 2006 por un grupo de 11 países liderado por Senegal que busca crear una barrera vegetal de 7.500 kilómetros de largo, desde Senegal a Yibuti, para frenar la desertificación y el hambre.

A 250 kilómetros de allí, en Dakar, el director de la Agencia Nacional de la Gran Muralla Verde, Matar Cisse, afirma que desde la década de los setenta llueve cada vez menos en el norte del país. Las sequías que asuelan a Senegal y al resto del Sahel se han hecho cada vez mas frecuentes, la vegetación se ha ido extinguiendo y el precio de los alimentos no para de aumentar. El acceso al agua potable ha obligado en las últimas décadas a las poblaciones pastoras a recorrer cada vez mayores distancias en busca de este preciado elemento.

“Antes la vida era mas fácil. Hace 30 años comíamos dos veces al día”, recuerda Haira, que todas las mañanas, menos los días de feria, recorre el kilómetro que separa el poblado del huerto. Ese pedazo de tierra seca que, junto a sus compañeras, ha transformado en una mata verde de donde asoman frutas y verduras de colores. Estos pequeños oasis de vida son solo una pequeña parte del proyecto. Los verdaderos bloques que conforman la Gran Muralla Verde son las parcelas de 5.000 hectáreas que se reforestan anualmente. Manchas verdes que ahora salpican una franja de 115 kilómetros —de los 545 que tendrá la muralla en Senegal cuando finalice el plan— y que se sitúan en torno a pequeñas aldeas que las abastecen de agua.

Durante más de medio siglo, Widou, en la frontera con Mauritania, ha sido el manantial de vida para los pastores de la etnia peul y sus animales. Los peuls, también conocidos como fulanis, son el pueblo nómada más grande del mundo y su gente habita mayoritariamente el Sahel occidental. Día a día, con cada amanecer, cientos de ellos empiezan a llegar con sus carros arrastrados por mulas y sus rebaños de bueyes, vacas, cabras y ovejas en busca de agua. Tras recorrer decenas de kilómetros, los animales se aglutinan en el enorme charco que se forma en torno al estanque. Mientras, los pastores llenan bidones y neumáticos con el agua que más tarde utilizarán para limpiar, cocinar y beber.

Desde el año 2008, estos campesinos se han visto obligados a compartir su bien más preciado. Ese año, la Agencia senegalesa de la Gran Muralla Verde se instaló en Widou para emprender el monumental proyecto. Desde entonces, cada mes de abril, bajo la sombra de una enorme acacia, un grupo de vecinos comienza a sembrar las semillas. Miles de simientes que, para agosto, cuando la tierra se ha humedecido tras la temporada de lluvias, dan vida a unos 390.000 plantones. Entonces, desde los indescifrables senderos que comunican esta geografía semidesértica, brotan camionetas y autobuses repletas de voluntarios que llegan para trasplantar estos pequeños árboles a las nuevas parcelas. Durante un mes, cientos de jóvenes colaboran en la construcción de la muralla.

“Hay una única temporada de lluvia, por lo que no se puede avanzar mas rápido”, afirma Papa Sarr, director técnico del proyecto. Las escasas precipitaciones ralentizan el avance de la muralla, pero no afectan a las siete especies autóctonas cultivadas; como la acacia, una forma de la goma árabe y la Balanites Aegyptiaca, que requieren de muy poca agua. Sí afecta, sin embargo, al crecimiento de las pasturas de las que se alimentan los animales. Para evitar que estos acaben alimentándose de los árboles recién plantados, las parcelas reforestadas permanecen valladas los primeros cinco años.

Los principales problemas que afectan al proyecto son la escasez de mano de obra calificada, la falta de vías para desplazarse y la falta de tuberías para conducir el agua.

“Antes llovía más, había más árboles y teníamos mas alimentos”, recuerda Fa Hidara, el hermano de Haira, que se encarga de los animales de la familia. Pese a que Hidara se traslada cada año, durante la temporada seca, hacia las tierras mas generosas del sur, la falta de pastos han arrasado con tres cuartas partes de las 200 cabras que poseía hace una década. Por este motivo, miles de ganaderos han emigrado al sur de Senegal en los últimos años. De hecho, un informe publicado el año pasado por la Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (UNCCD) revela que 850 millones de personas en el mundo se ven afectadas por la desertificación.

Todas las mañanas, antes del amanecer, Haira recorre en plena oscuridad los pasajes de arena de Widou con sus burros para cargar 12 galones de agua en el estanque. Con ellos da de beber a sus seis ovejas y prepara el arroz y el pescado que luego vende en el mercado. “Antes sacaba 3.000 francos (casi 6 dólares), pero ahora apenas obtengo la mitad”, dice esta mujer de piel arrugada color caoba, nariz recta y ojos almendrados. Vive sola, pero ayuda con su sueldo a sus dos hijos: Coeloel, de 30 años, casada y también vendedora de comida; y el menor, Omaraka, de 28, que no tiene trabajo y comparte techo con su padre.

La casa de Haira es una habitación de nueve metros cuadrados con dos huecos a modo de puerta y ventana. Allí duerme, cocina y come. Allí nació, creció, crió a sus hijos y compartió cama con el padre de estos y con su segundo marido, que la abandonó años más tarde para irse en busca de un futuro mejor.

“Toda la vida ha sido así. Pero, en los últimos tiempos, el aumento del precio de los alimentos ha cambiado mi situación”, dice Haira sentada en el suelo, envuelta en un vestido de color naranja con estampados en azul, mientras calienta una caldera con té de menta. La desertificación y las sequías en el Sahel han ido en aumento desde la década de los setenta y la escasez de alimentos es parte del día a día.

“Este es un proyecto por la conservación de la diversidad biológica, pero sobre todo es una lucha contra la pobreza y el hambre”, afirma Axel Ducorneau, jefe del Observatorio OHM, una consultora extranjera que estudia el impacto de la Gran Muralla Verde. Pese a que se pretenden mejorar las condiciones de vida de la gente, “el conflicto con la población local por el agua es el mayor problema”, dice Ducorneau. Este bien siempre ha sido de los pobladores y sus animales, “y no es fácil que ahora lo quieran compartir por unas mejorías futuras de las que difícilmente podrán disfrutar”.

Más que un proyecto, es una iniciativa política llevada adelante por un grupo de países asolados por la falta de agua. “El mayor desafío es despertar el interés en los pobladores y cambiar su forma de pensar”, dice Ducorneau. Y, de hecho, la idea de una barrera natural es solo una forma de motivar a la gente y vender la idea, reconoce. “El proyecto tendrá cierta continuidad, pero no hay forma de cultivar una franja de 15 kilómetros de ancho de una punta a la otra del continente”.

Sentada sobre un balde de plástico al rayo del sol, Haira pesa un enorme zapallo mientras otra mujer que carga con un pequeño sobre la espalda termina de embolsar tomates. “El jardín nos ha ayudado mucho”, dice Haira. “Hemos aprendido a plantar, a comer los vegetales y además nos mantiene activas”. Las mujeres que trabajan el huerto compran los productos a precios muy accesibles y con el dinero de la venta del remanente mejoran el huerto.

Estos progresos, sin embargo, no suplen la falta de agua. Por ello, Haira y el resto de habitantes de esta remota zona del mundo esperan con ansia a que lleguen las lluvias. “Cuando era pequeña caía agua día y noche durante un mes”, recuerda Haira con mirada melancólica mientras garabatea con el índice sobre la tierra reseca. “Ahora no hago otra cosa que pedirle a Dios”.

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