Eugenia Valdés Ossa: la monja chilena y feminista de La Cortada
Dice que la ventaja de ser mujer y pertenecer a una institución patriarcal como la Iglesia, es que se puede opinar sobre temas complejos sin que nadie te llame la atención. “Es que no nos pescan”. La opinión de las monjas no pesa lo mismo que la de los curas, así es que da lo mismo. Consagrada desde hace 30 años al Sagrado Corazón de Jesús, vive en un barrio carenciado de Reconquista, en Argentina, desde donde explica en qué cree y en quiénes no cree.
“Por favor, trátenme de Quena, no de hermana”.
A Eugenia Valdés Ossa (54), trabajadora social y religiosa chilena de la congregación del Sagrado Corazón de Jesús, no le gusta el trato ceremonioso y, por eso, al presentarse siempre hace la misma petición. Cree que la horizontalidad genera vínculos y que eso la jerarquía de la Iglesia debería asumirlo y adoptarlo. “Hay que buscar otra manera de ser Iglesia”, opina desde La Cortada, un barrio pobre, “carenciado”, como dicen allende Los Andes. La Cortada está en la ciudad de Reconquista, en la provincia de Santa Fe, Argentina. Ha pasado parte importante de la pandemia allá, viviendo con otras dos monjas, una uruguaya y otra española, en una casa austera de fachada continua, color celeste piscina.
“Uno ve en las ceremonias eclesiales que el trato sigue siendo vertical, que el cura es siempre el cura. Las monjas, en cambio, tenemos más libertad. Como nos pescan tan poco, a nadie le importa lo que opinemos. Cuando comencé trabajando en la Padis, la Pastoral de la Diversidad Sexual, en Santiago, ahí estaba el jesuita Pedro Labrín. Eran los tiempos de Ezzatti. Yo podía opinar con libertad de temas considerados complejos y nadie me llamaba la atención, a diferencia de “Poroncho” (así le dicen a Pedro Labrín), que diciendo las mismas cosas que yo, se iba de reto seguro. Es una Iglesia jerárquica y machista, cuando debería ser comunitaria y horizontal, pero esos cambios no son fáciles de hacer”, relata Quena.
Esta trabajadora social, de origen socioeconómico evidentemente alto, lleva casi 30 años siendo monja. Aunque había pololeado, mochileado desde Santiago a Ciudad de México a dedo, sentía que sus intereses y su vocación iban por otro lado.
Cuenta: “Mi familia es católica, pero con un fuerte compromiso partidario. Mi mamá, Isabel Ossa, y mi papá, Arturo Valdés, eran muy decé. Esa filiación política y el catolicismo los mamé desde mis orígenes. Así es que cuando una profesora me habló de la CVX, que son las comunidades de vida cristiana que tiene la Compañía de Jesús, me interesé de inmediato. Ella veía en mí una marcada inquietud social, pero todo lo que se ofrecía para hacer, me parecía muy asistencialista”.
Estábamos a mediados de los intensos años 80. El país se rebelaba contra la dictadura. La inquietud política se canalizaba en partidos “instrumentales”, como el PPD, y se vivía la transición a la democracia. “Entonces me hice militante del PPD, perdí alguno ramos en la universidad y, a través de la CVX, conocí a unas hermanas que vivían en la Villa Francia. En ese tiempo existía el Vertedero Lo Errázuriz, era un problema ambiental tremendo para las poblaciones, y la gente luchaba por combatir la pobreza y las precarias condiciones en que vivían. Ahí yo sentí que quería estar. Dar mi vida ahí. Fue entonces cuando la vida religiosa se me abrió y empezó a tomarlo todo”.
Precht y Ortega, ídolos caídos
-Cuesta entender cómo una joven educada, profesional, con todo por delante, opta por ser monja.
-Hoy, siglo 21, año 2021, creo que es muy difícil plantearse la vida religiosa siendo mujer y siendo joven. Hoy una mujer inquieta en lo intelectual, lo espiritual y lo social, probablemente sienta que no hay un lugar para ella en la Iglesia. Por qué en su momento yo me planteé este camino, tiene que ver con que soy de la generación del 80 y con que la Iglesia chilena era otra entonces. Yo tenía un gran interés político y social y veía a una Iglesia que estaba comprometida de verdad con los más pobres y oprimidos, que trabajaba con los pies en el barro, que me iba a permitir vivir el compromiso con los pobres no sólo en un apostolado de fines de semana. Ahí me encontré con el Evangelio y la persona de Jesús y sentí que se cruzaban los planos, el espiritual y el social, en un único camino, la vida religiosa. Y descubrí a una congregación de hermanas centrada en el corazón de Jesús, que me permitía vivir y compartir ese amor con los más pobres. Creo que eso que me pasó entonces, con la Iglesia actual, sería muy difícil de experimentar.
-¿Estás decepcionada de la Iglesia?
-Imagínate, yo admiraba a Cristián Precht y a Miguel Ortega, eran mis modelos, y hoy sabemos la realidad de lo que pasaba con ellos. Lo de los abusos sexuales en la Iglesia fue decepcionante y brutal para todos, imagínate para nosotras, las mujeres de la Iglesia. Cuando yo empecé a buscar dónde ser monja, tenía claro que no usaría hábito. Le decía a mi madre: “Yo no estudiaré teología para andar lavando los purificadores de los curas”. En mi casa éramos seis hermanos y mi mamá no hacia diferencias de género: había igualdad de trato y de obligaciones y derechos, de manera que irme adentrando en una Iglesia absolutamente patriarcal y machista fue asfixiante. Esa fue una desilusión profunda. Pero nuestra vida religiosa como hermanas de una congregación es bastante independiente. Cuando tengo que decir las cosas, las digo, siempre, claro, de buena manera, buscando el diálogo. Hay que buscar formas de conciliación. Yo he hecho un camino en eso en la Iglesia, porque hoy no cabe otra manera de sobrevivir. Empatizo profundamente con los dolores que vive mi género y hago mías sus causas, porque estoy convencida que son las causas de Jesús. Pero, por eso mismo, no acepto ninguneo alguno contra la mujer.
-En 2019, a propósito de los abusos sexuales, dijiste: “Si la mujer tuviese un lugar más significativo en la Iglesia, no estaríamos en esta profunda crisis”. ¿Crees que el Papa Francisco podría coincidir contigo en este juicio?
-Yo valoro ciertas cosas del Papa Francisco, aunque hay que reconocer que da un paso para adelante y dos para atrás. A él, trato de entenderlo, de comprender las presiones a las que está sujeto. Reconozco que ha hecho intentos serios pero no contundentes por mejorar las cosas, pero la Iglesia no va a avanzar ni renovarse sin una incorporación plena, total, de la mujer a su organización y estructura. Hay que tener una Iglesia colegiada y circular. Las mujeres deben estar en todo, desde los consejos parroquiales hasta las conferencias episcopales. Y también se requiere renovar la mirada de la realidad, partiendo por temas como la diversidad sexual, reconociendo que la homosexualidad es una variante de la sexualidad. Ese es un camino que la Iglesia debe hacer ya. Si de la Iglesia chilena se trata, yo no admiro a ninguno de sus obispos. Sigo a los amigos religiosos que están en Tirúa, a la hermana Carolina que vive en Santiago. Siento que no debo buscar inspiración en la jerarquía, sino en los que están ayudando, iluminados por el evangelio, a las personas que lo necesitan en los territorios. Admiro a los que tiene fe en un hombre que tomó partido por la humanidad, Jesús, y actúan en consecuencia.
-Es evidente que eres una monja feminista, un espécimen raro. ¿Cómo te relacionas con las feministas militantes?
-En mi trabajo en la Pastoral de la Diversidad me crucé con muchos otros mundos, incluido el de las feministas acérrimas, las más extremas. Al principio, ciertamente hay mucho prejuicio, pero una logra atravesarlo. ¿Cómo? Demostrando que no te empecinas en las formas, sino que vas más allá. Que mi espíritu nunca es convencer, sino dialogar.
Mate, facturitas y otras diferencias
Eugenia Valdés ha ejercido su vocación en distintas comunidades, “siempre entre los más pobres, buscando las periferias”, como afirma. Bajos de Mena, Reñaca Alto (no confundir con Reñaca Bajo, el de la playa y el turismo) y otras poblaciones de Chile, han sido sus destinos, además de la Pastoral de la Diversidad Sexual y unas escuelas en Chad, país musulmán de África Central, donde ha estado “misionando en dos oportunidades”. Ahora, como dijimos, conoce las penurias de los argentinos más carenciados en La Cortada, una villa de la ciudad de Reconquista.
-Lo que hacemos allí no se visibiliza, no inspira vocaciones y debería hacerlo, pero no es noticia. La Cortada es un barrio pobre, donde los chicos están metidos en la droga, abandonan la escuela, hay violencia de género. Son los mismos problemas de las poblaciones vulnerables de Chile. Yo trabajo en un centro barrial de acompañamiento para jóvenes. Compartimos la mesa y la vida con ellos. No nos importa si se hacen católicos, lo que queremos es que tengan una vida más humana, porque ese es el deseo de Jesús, pero, como te digo, ese trabajo no sale en la tele ni en la radio ni en ninguna parte y menos si hay mujeres detrás. Bueno, la realidad social de acá es muy parecida a la de sectores similares de allá.
-Pero Argentina tiene 50 por ciento de pobres por ingresos y una inflación de 51,4 por ciento. ¿Cómo se vive esa diferencia en el día a día?
-La gente en La Cortada come sólo una vez al día. La Cortada es un barrio mucho más pobre que el de Reñaca Alto donde yo viví antes de instalarme acá. La escolaridad es mucho más precaria. Hay niños que van en quinto básico y no están alfabetizados. No saben leer ni escribir; sólo saben copiar del pizarrón; eso no se ve en Chile. Lo mismo pasa con los procesos de vacunación contra el COVID-19. Acá hay mucho más despelote y un desarrollo distinto. Pese a ser un país federativo, todo se concentra en el gran Buenos Aires. Las provincias están muy abandonadas y el centralismo es mucho más evidente que en Chile.
La hermana Quena dice que aquí ha profundizado su gusto por el mate y “las facturitas”, y que ha aprendido a valorar la personalidad argentina. “Acá la gente tiene mayor conciencia de comunidad. Se toman el espacio público. Hacen la parrilla en el parque, llevan a la abuela, a los niños. No les avergüenza compartir. Se reúnen en la plaza, se sientan y conversan. Acá las mujeres tienen más conciencia de sus derechos y combaten activamente el feminicidio y la violencia de género. Ciertamente, están más avanzados en logros como el matrimonio igualitario y el reconocimiento a las personas trans. Los siento más libres. Son más movidos y aguerridos. Tienen una fuerza vital que contrasta con lo apagados que nos vemos los chilenos. Acá el mate genera una especie de diálogo horizontal, un encuentro muy bonito y eso lo he apreciado mucho acá. Hay más igualdad genuina que en Chile, que es un país tan estratificado”.
-Sumando y restando, ¿cuál es tu balance de 30 años como religiosa del Sagrado Corazón de Jesús?
-Me siento profundamente agradecida de poder vivir con tan poco y ser feliz. De leer el evangelio con hambre y hacer de él mi segunda piel. Me hace sentido nuestra vida de comunidad, inserta en lo pequeño, pero tremendamente enriquecedora.