El factor ucraniano
Putin ha ido acumulando tropas en la frontera con Ucrania. Esta vez no hay factor sorpresa, pero se repite el escenario. La demanda rusa es que Ucrania no ingrese a la OTAN y además exige que el pacto se retrotraiga a 1997, abandonando toda Europa del Este.
Desde hace meses la tensión está instalada en Europa del Este, en la frontera con Rusia. Los focos principales de esta tensión han sido Bielorrusia y Ucrania. ¿La razón? Aunque siempre concurren varias causas y motivos, el tema de fondo es geopolítico y anclado en la historia. Rusia, por su gran extensión (es el mayor país del mundo en superficie) y la cantidad de estados con los cuales colinda, siempre ha temido verse rodeado de una suerte de “cordón sanitario” y de contar con enemigos a sus puertas. Basta recordar las dos guerras mundiales y el precio de sangre que pagaron los rusos (pasando por el período soviético, además). Por eso ha sido una obsesión rusa, soviética y rusa nuevamente, de contar con fronteras seguras, lo que implica que los países que la rodean no sean percibidos como una amenaza, ya sea porque efectivamente no lo son, o porque están supeditados de alguna manera a Rusia, cumpliendo en definitiva el tradicional papel de estado tapón. El ejemplo más claro de ello en Europa desde el siglo XIX fue Polonia, tradicionalmente controlada y dividida entre los imperios ruso y alemán.
Tras la Segunda Guerra Mundial, la URSS controló militarmente toda Europa del Este y Central, con gobiernos títeres. Este dominio se derrumbó con la propia disolución de la Unión Soviética.
La salida soviética implicó una revitalización del espacio europeo fuera de la sombra rusa, incluyendo la ampliación de la Unión Europea, pero también del pacto defensivo de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Cuando se derrumbó la URSS y fue reemplazada por diversos estados, incluyendo Rusia, el desorden que siguió en ese conjunto implicó que los países europeos gozaron de una libertad de movimiento que hace tiempo no tenían, precisamente por la debilidad rusa. Eso se refleja particularmente en los estados bálticos (Estonia, Letonia y Lituania) que formaron parte de la Unión Soviética y que, rápidamente, se afirmaron como entidades independientes, entrando a la Unión Europea y a la OTAN.
Estas circunstancias fueron particularmente resentidas en Rusia, reavivando su histórico temor de tener enemigos en la frontera. A ese temor atávico hay que sumar la humillación de un imperio (ruso y soviético) que siempre fue un actor fundamental en Europa, además de potencia mundial, y que a fines del siglo pasado se encontraba con un sistema político y económico en ruinas, incluyendo su poderío militar, siendo por tanto incapaz de ejercer una influencia significativa en el espacio europeo.
En ese contexto, a partir de 1997, la OTAN experimentó una gran ampliación, sumando a 14 países de Europa del Este, llegando a las fronteras de la actual Rusia y de lo que fue la URSS. Los únicos estados de esa zona europea que que no se sumaron fueron Bielorrusia y Ucrania, precisamente por contar ambas con gobiernos afines a Rusia.
Con el advenimiento de Vladimir Putin, una de sus prioridades fue restablecer el poderío ruso y volver a ser un actor central en Europa. Hay que decir que su estrategia ha sido exitosa y, a pesar del modesto tamaño de la economía rusa y su dependencia de las exportaciones de combustibles, supo combinar muy bien la política exterior con un rearme militar, devolviendo a Rusia a un lugar de influencia mundial.
En 2014 el régimen prorruso de Ucrania fue derribado por un movimiento popular, lo que activó inmediatamente las alarmas en Moscú y se tradujo en la invasión de Crimea por fuerzas rusas y el control de dos regiones ucranianas por rebeldes rusos. Para Putin y muchos rusos, Ucrania y Bielorrusia forman parte de la “Gran Rusia” y su separación es sentida como un cercenamiento impuesto. Su esperanza es que vuelvan a confluir, ya que comparten una misma raíz histórica y cultural.
Ante esa anexión rusa, la reacción occidental fue bastante blanda. El efecto sorpresa hizo lo suyo, además de la falta de voluntad para entrar en un conflicto directo, que siempre tiene la posibilidad de escalar a lo nuclear. En la práctica, aunque no se ha reconocido la anexión de Crimea, se suscribió un acuerdo en Minsk en 2015 para pacificar las provincias con rebeldes rusos, dándoles garantías de cierta autonomía. Dicho proceso por diversas razones no tuvo una continuidad.
Ucrania, por su parte, para tratar de blindarse frente al poder ruso, se acercó a la Unión Europea, EEUU y la OTAN, buscando ingresar a este tratado defensivo (que contempla la defensa de cualquier miembro que sea atacado).
Ahora, unos pocos años después, Putin ha ido acumulando tropas en la frontera con Ucrania. Esta vez no hay factor sorpresa, pero se repite el escenario. La demanda rusa es que Ucrania no ingrese a la OTAN y además exige que el pacto se retrotraiga a 1997, abandonando toda Europa del Este.
¿Por qué arriesgar una guerra por una demanda de esta naturaleza? Putin evidentemente apuesta a obtener ganancias, sin entrar en un conflicto general, como ocurrió en 2014. Sus fichas están puestas en el mayor poderío militar ruso, además en su frontera, en la tradicional desunión europea en materia de defensa y en la retirada global de EEUU para enfocarse en China.
En este tanteo, ha quedado en evidencia que ni EEUU, ni la OTAN, ni Europa están dispuestos a involucrarse en un conflicto directo. A lo más a apoyar con armas y recursos a lo ucranianos y aplicar sanciones económicas a Rusia. Entre estas se menciona dejar de comprarles gas (lo que es altamente improbable al menos en este período) y excluir al país del sistema bancario mundial bloqueando las operaciones SWIFT.
La evaluación de Putin se ve reforzada por su reciente exitosa intervención para apoyar al gobierno de Kazajstán y neutralizar su eventual deriva fuera de la órbita de Rusia. También el promover el nacionalismo ruso es una forma de debilitar a la oposición interna. Por último, está entre sus objetivos permanentes el debilitar a la institucionalidad europea.
En esas circunstancias, podría pensarse que una intervención militar rusa es inevitable. Ucrania es muy inferior militarmente y ningún país está dispuesto a acudir en su auxilio directamente. Se suma a lo anterior que la OTAN no acepta excluir a ninguno de sus miembros actuales y potenciales.
Pero aún así, ¿qué ganará Rusia? Aparte de más control territorial, es muy improbable que conquiste toda Ucrania. Aunque militarmente más débil, las fuerzas locales están mucho mejor armadas y entrenadas que hace unos años y el conflicto podría ser muy costoso en vidas y recursos rusos, incrementando la oposición a Putin y poniendo en riesgo eventualmente su continuidad. El estado de guerra podría además extenderse a lo largo de toda la extensa frontera con Ucrania incluso irradiando a Rusia, con el apoyo de países deseosos de debilitar a la Federación Rusa, como la propia Turquía.
En otra dimensión, esta aventura militar rusa podría ser un factor determinante para que los europeos desarrollen de verdad una política de defensa común, tomando además un mayor liderazgo en la OTAN. De ser así, esto sería despertar un gigante que hasta ahora no se siente como tal y Rusia estaría en la primera línea de su alcance (haciéndose realidad la permanente pesadilla rusa).
Por tanto, lo que a primera vista parece ventajoso para Rusia y un caso sin contrapeso real, en una segunda mirada podría tener consecuencias muy negativas para su propio interés nacional.
Putin está jugando con fuego y elevando la apuesta. El riesgo es que se entre en una guerra que todos parecen descartar, pero que puede cobrar vida propia y devorar otra vez a un continente o parte del mismo. Porque en las guerras, se sabe cuándo y cómo comienzan, pero nunca cómo se desarrollan y cuándo terminan.