
FF.AA.: juguete rabioso
Si nadie las piensa, las Fuerzas Armadas seguirán siendo, para algunos, el fantasma de un dolor inextinguible; para otros, el espectro de una autoridad que ya no existe ni volverá a existir.
Si nadie las piensa, las Fuerzas Armadas seguirán siendo, para algunos, el fantasma de un dolor inextinguible; para otros, el espectro de una autoridad que ya no existe ni volverá a existir.
Jeannette Jara puede ser infinitamente más popular que cualquier otro candidato, pero sus ideas siguen siendo menos populares que las de Kaiser o Kast. Si sus adversarios la critican por lo que es —comunista— la empujan hacia el corazón del electorado. Si la critican por lo que piensa —un confuso Kirchnerismo— podrán, quizás, sin nombrarlo, revivir el viejo fantasma del anticomunismo.
La baja participación en las primarias es, en ese sentido, doblemente preocupante: indica que la izquierda se está hablando solo a sí misma, y que su composición es menos diversa, menos colorida, menos cercana de lo que se debería esperar de quienes han ganado casi todas las elecciones (menos dos) desde hace al menos cincuenta años.
Matta, que se reivindicó siempre como latinoamericano, que expresó un respeto sincero por la herencia indígena y una desconfianza visceral por las élites, fue al mismo tiempo perfectamente europeo y convulsivamente neoyorquino. En esa contradicción irresuelta, en ese cruce de orillas y de tiempos, representa mejor que nadie lo nuestro. Matta no pintó al alma chilena, pero pintó su extravío.
No es una elección simple. Y no será, para quienes hemos votado siempre por la centroizquierda, un domingo cualquiera. No lo será tampoco para quienes están en otras trincheras: lo que está en juego es si el progresismo es capaz de rehacerse o si seguirá enterrado, entre elogios, bajo la lápida de sus propias contradicciones.
Quién mejor que nuestro columnista Rafael Gumucio para intentar explicar -desde la historia, los cambios sociales, las emociones, la religión y la política- por qué, en pocos años, el centro, y especialmente la Democracia Cristiana, pasó de ser la mayor fuerza política del país a representar a tan pocos. ¿Cómo pasó? ¿De quién es la culpa?
Gonzalo Winter siempre me recordó a los militantes de la Izquierda Cristiana, el único partido en que milité. Un partido que nunca llegó a ser popular ni mucho menos mayoritario, pero que siempre sintió que estaba imbuido de una misión, de un mensaje, de una profecía que los distinguía de todos los demás.
Ese parece ser el verdadero objetivo de su equipo: no ganar una primaria, sino un afecto. Hacerla querible. Lo suficientemente querible como para olvidar lo esencial: que ganar la presidencia en primera vuelta siendo comunista, contra cualquiera de los candidatos de derecha, roza lo imposible. Pero eso no impide el intento. Porque la batalla no es contra los rivales de la papeleta, sino contra el olvido.
La música de Brian Wilson, con los Beach Boys y sin ellos, nunca fue panfletaria. Evitó Vietnam, los derechos civiles, cualquier forma de proclama. Pero eso no significa que no haya sido política. Fue, quizás, lo más político que podía cantarse en los años del desencanto: la felicidad. No como eslogan, sino como obsesión. Como utopía sonora. Como estructura espiritual.
Si yo fuera su jefe de campaña habría apostado por ese nombre escondido. Por esa Rose interna que, a diferencia del personaje construido, puede titubear, reírse, cuidar, preguntar. Reivindicar a Rose sería, para Matthei, atreverse a ser algo más que la hija del general de la junta de gobierno que liquidó el sueño de Pinochet de eternizarse. Ser, por fin, madre política. No de los suyos: del país.