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El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald

Una de las novelas más emblemáticas del siglo XX cumple 100 años desde su publicación y sigue siendo un referente indispensable para comprender las contradicciones del sueño americano.

El gran Gatsby cumple 100 años
El gran Gatsby cumple 100 años

Esta antología personal, algo arbitraria, del siglo XX puede que no resulte siempre tan arbitraria. Después de todo, habrá piezas por las que sería una desfachatez no pasar, pese a que eso conlleve el riego de recordar cuestiones evidentes, como la belleza indisoluble de El gran Gatsby.

Mucho, casi todo se ha escrito sobre esta novela. Cuando primero se editó, hace exactos 100 años, en abril de 1925, no tuvo ni de lejos el éxito arrollador de la primera novela de F. Scott Fiztgerald, A este lado del paraíso (1920), que el escritor publicó con apenas 23 años de edad y causó gran revuelo por la manera explícita en que describía la liberalidad de la juventud en la Era del Jazz. Cinco años más tarde, Fiztgerald era una joven promesa que aún no estaba a la altura de las expectativas que había causado y El gran Gatsby fue recibida con no poca mezquindad. Si bien algunos críticos alabaron la gracia y fineza de su estilo, otros se quedaron en la improbabilidad de su trama o en cuestionamientos a sus personajes. Harvey Eagleon llegó a escribir en el Dallas Morning News que “el libro es altamente sensacionalista, ruidoso, evidente, feo, inútil. Parece no haber razón para su existencia”. El reconocido intelectual H. L. Mencken abrió su comentario en el Baltimore Evening Sun describiendo al Gatsby como “un joven con gran cantidad de dinero misterioso, los gustos de un actor de cine y, bajo todo eso, el sentimentalismo simple de una gorda esclerótica”.

Estas expresiones dan un poco de risa hoy y nos recuerdan que el aprecio de los contemporáneos tiene poco y nada que ver con la calidad de un trabajo y mucho con la fortuna. El Gatsby es hoy apreciado –con bastante transversalidad– como una de las grandes novelas del siglo XX y resulta, por cierto, una estación inevitable si se quiere tener una percepción más fina de lo que significa el sueño americano, una idea que, como hemos visto en la política reciente, se niega a morir.

Cada uno puede tener sus razones para admirar El Gran Gatsby. En La verdad de las mentiras, Vargas Llosa pone especial énfasis en la creación de Nick Carraway como narrador. Como bien se sabe, el Gatsby es ejemplo perfecto de una novela narrada en primera persona por quien no es el protagonista de la historia. Nick llega desde el Medio Oeste a trabajar en Nueva York en la venta de bonos. Instalado en el West Egg de Long Island, en una casa pequeña y algo a mal traer, conoce a Jay Gastby, su vecino, un millonario que da unas fiestas faustosas, inverosímiles, repletas de gente y alcohol y algo de mal gusto, como corresponde. Gatsby hace esas fiestas para que acaso llegue a una de ellas Daisy Buchaman, que vive al otro lado del brazo de mar, una belleza algo etérea que por casualidad es también prima de Nick. Un narrador más frío, cínico o clínico hubiera encontrado material suficiente para menospreciar este mundo de gente rica; Nick, en cambio, describe todo lo que ve con interés, generosidad y no poca compresión por las motivaciones de cada personaje. “Gracias al discreto encanto de Nick”, dice Vargas Llosa, la anécdota del libro “importa menos que la atmósfera en que sucede y que la deliciosa imprecisión que descarna a sus seres vivientes y les impone un semblante de sueño, de habitantes de un mundo de fantasía”. 

Todo eso es cierto, claramente. Nick le da al Gatsby un aire mítico, levemente abstraído sin el que, posiblemente, la novela no funcionaría como lo hace. Pero hay otros elementos fundamentales. Permítanme detenerme en el misterio, el aura que Fitzgerald genera en torno al personaje de Jay Gatsby. Pese a que todos van a sus fiestas y hablan de él, nadie parece conocerlo. Nick captura rumores: que mató a un hombre, que estudió en Oxford, que heredó su dinero. Nadie sabe bien. A todos les intriga su pasado y, sin reconocerlo del todo, cómo hizo las toneladas de dinero que a los 30 años edad derrocha sin titubear. El misterio crece a medida que avanza la novela. Gatsby mismo aclara alguna parte de él, aunque extiende la vigencia de otros rumores, o parece hacerlo. Este misterio no funciona sólo como resorte de la trama, como zanahoria para que los lectores avancemos sobre las páginas empujados por la curiosidad, sino que se conecta con el sentido final de la novela, que se revela brillantemente –como el lector bien sabe– en sus famosas últimas líneas: “Y así seguimos adelante, botes contra la corriente, empujados incesantemente hacia el pasado”.

F. Scott Fitzgerald, caricatura del autor del Gran Gatsby
Caricatura de F. Scott Fitzgerald, autor del Gran Gatsby

Piglia dice que escribir ficción es como jugar póker con las cartas expuestas. Esas últimas líneas, si bien llenan de sentido y de belleza el libro que termina, nos toman por sorpresa la primera vez que uno lee la novela. En una segunda lectura, en cambio, uno entiende que las cartas sí estuvieron expuestas. Gatsby, desde que llegó de la guerra y supo que Daisy se había casado con Tom Buchanan –rico heredero, una estrella de football en Yale, un tipo que vive con la certeza de que nunca volverá a conocer la gloria de aquellos días–, quiere volver al pasado. Lo discute con Nick abiertamente, apenas pasada la mitad de la novela. Nick le dice: “No se puede repetir el pasado”. Gatsby reclama lleno de incredulidad: “¡Claro que se puede!”. Nick luego reflexiona: “Habló mucho acerca del pasado, y llegué a la conclusión de que quería recuperar algo, quizá una idea que se había hecho en otro tiempo de sí mismo y que había quedado inmersa en su amor por Daisy. Su vida había sido confusión y desorden desde entonces, pero si lograba volver a un determinado punto de partida y repetirlo todo muy despacio, descubriría qué era exactamente lo que había perdido…”. Durante los cinco años que anteceden al comienzo de novela, Gatsby, un don nadie, se ha hecho riquísimo casi sin otro norte que recuperar a Daisy. El hombre vive aferrado a una ilusión de juventud. Se niega a madurar, en otras palabras. Sólo con Daisy de vuelta en sus brazos ve un futuro posible. Nick, hacia el final: “Gatsby creía en la luz verde, en el orgiástico futuro que año a año retrocede delante de nosotros”.

Poco antes de las líneas finales, una vez que ha pasado el triste funeral de Gatsby y Nick ha decidido regresar al Medio Oeste, a sus tierras –a su pasado–, el narrador vuelve a mirar la casa de su vecino sobre la orilla del mar e imagina cómo habrá sido esa orilla, para los primeros marinos holandeses, cuando la vieron sin casas ni carreteras. Entonces, “sus desaparecidos árboles, los árboles que dieron paso a la casa de Gatsby, alentaron en otro tiempo con sus susurros el último y el más grande de todos los sueños humanos; durante un fugaz momento lleno de magia, el hombre tuvo que contener la respiración en presencia de este continente, obligado a realizar una contemplación estética que ni entendía ni deseaba, cara a cara, por última vez en la historia, con algo proporcionado con su capacidad de asombro”. Fiztgerald, quizá como Joyce hace con Irlanda y el final de “Los muertos” (1914), abre la vista al continente americano, integrando la historia del Gatsby a la historia de este continente. Su sueño es el sueño de los europeos desde que pisaron el Nuevo Mundo, el sueño americano.

No es raro que El gran Gatsby haya influido tan intensamente en la idea que Estados Unidos tiene de su historia, de sus ilusiones y de su futuro, una idea que, de no ser por la forma en que hemos tratado de distinguirnos tan artificialmente de Estados Unidos, en América Latina compartiríamos con más claridad. El deseo de volver atrás, de un nuevo comienzo orientado, ahora sí, hacia un futuro sin sombras, pleno, orgiástico, hermoso, es también nuestra inmadura ilusión.

Del autor

Ernesto Ayala, como sugiere su dirección de email, es nieto del reconocido ingeniero, empresario y dirigente gremial del mismo nombre, quien fue presidente de la Sofofa y de la Papelera. Periodista titulado de la Universidad de Chile, Ernesto trabajó como editor en las revistas Zona de Contacto, Capital, Archipiélago de la Universidad Adolfo Ibáñez, y en la revista del Centro de Estudios Públicos (CEP). Ha publicado la colección de cuentos Trescientos Metros, el libro de investigación Noche Ciega, el crimen de Elenita Yañez, la antología Cine Chileno en el siglo XXI y las novelas Examen de Grado y El amante indeciso. Actualmente, es crítico de cine en Artes y Letras de El Mercurio y colaborador permanente de Revista D, donde ha asumido la compleja tarea de realizar una antología de los grandes libros, películas y discos del siglo XX.


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