
Me dio amigdalitis. No recuerdo cuando fue la última vez que me permití estar en cama, adentro de la cama, con pijama, así es que decidí que merecía disfrutar unos días de detención forzada. Dije voy a leer, ver documentales, series… En cambio, se me han ido las horas, peor, los días mirando redes sociales.
Confieso que he tenido una sobredosis de intimidad ajena que me tiene con más malestar que la misma amigdalitis.
¿Qué nos pasa? ¿Qué necesidad tenemos de exponerlo todo a la mirada de los uno no es lo suficientemente valioso? ¿Es que la vivencia y las relaciones se hacen reales si tienen ‘likes’?
¿Cuándo fue? ¿Cómo fue que lo privado, lo íntimo, perdió todo valor?
Veo el parto de una mujer en su “muro”, con sus gritos, su llanto y su felicidad, el cuerpito frágil de ese hijo que llega al mundo expuesto a la mirada de quien quiera. Veo el primer beso apasionado de dos adolescentes que dan a conocer su pololeo por redes. Veo el ‘comunicado’ de una pareja que comparte las razones de su separación (antes leí sus preciosas declaraciones de amor). A ninguna de esas personas las conozco mucho, pero soy testigo de sus momentos sagrados. Me da pudor, siento que no tengo derecho de colarme así en su intimidad, ni siquiera pongo likes porque no quiero que sepan que estuve ahí y, sin embargo, estuve. ¿Por qué? No sé, ¿el voyeur que llevo dentro? Quizá.
Hace unos días mi hija me pidió que le sacara una foto con “la tenida” que está pensando ponerse en Navidad. Salía deliciosa y la publiqué. Días más tarde una amiga mía le comentó: “¡Qué lindo te queda el vestido que piensas ponerte en Navidad!”. Mi hija me miró con unos ojitos que a gritos necesitaban explicación. Le conté que la había subido a mi Instagram privado, donde solo está la familia y los amigos más íntimos. “Mamá, yo sólo te la estaba mostrando a ti, quería que SOLO TÚ me vieras con mi vestido de Navidad”.
Me di vergüenza. Sabía que ella tenía razón, pero me había ganado la vanidad y quise exponer (como si fuera un cuadro) a mi hija preciosa, destrozando la confianza y la intimidad de un momento que era sólo de ella y mío.
¿Cómo vamos a poder enseñarle bien a nuestros hijos qué cosas son íntimas y qué cosas son públicas, si como adultos ya no tenemos claros los límites? ¿Cómo vamos a poder enseñarles el valor de lo privado, como experiencia, si nosotros los adultos ya no le damos valor?
En mi vida guardo mis momentos íntimos como los mejores tesoros. Esos donde nadie ha opinado, nadie ha asistido, que son sólo míos y han hecho su recorrido profundo dejando huella y aprendizaje en mí porque nunca se desdibujaron con el ruido de afuera.
Los estudiosos del campo de la felicidad señalan que pudieron comprobar que lo que diferencia a la gente más feliz del mundo es que poseen relaciones ÍNTIMAS sólidas.
En la vida de mis hijos quiero que existan ese tipo de relaciones y ese tipo de momentos. Quiero que sepan identificarlos, defenderlos, que puedan vivirlos y recoger todo lo que se aprende de ellos. Pero sólo será posible si, como adulta, soy capaz de identificarlos, defenderlos, de vivirlos y recoger lo que se aprende de ellos. Para bien o para mal, está demostrado que la manera más eficiente de enseñar es a través del ejemplo.
P.D.1 Le pedí autorización a mi hija para contar la anécdota.
P.D.2 No puse mi foto con amigdalitis porque la califiqué como parte del “universo privado” ?.