La peligrosa bondad de Cristián Precht
(...) acusarlo de algo, según se ha dicho, era no solo interrumpir un proceso opositor que estaba dando frutos, sino también darle a la dictadura una ventaja que no se podían permitir en esos momentos.
Francisco Méndez es Columnista.
Mientras Fernando Karadima era algo cercano a una deidad para quienes aplaudían el pinochetismo, el ahora exsacerdote Cristián Precht, era un héroe, un oído en una tierra en la que las instituciones se hacían las sordas ante la brutalidad dictatorial que todos veían en las calles. Estaban en veredas opuestas, eran personajes a los que dividía la contingencia de aquellos años y, desde luego, el juicio de la historia. Sin embargo, estos dos integrantes de la Iglesia Católica tenían algo en común: eran respetados por su feligresía, por lo que decían o dejaban de decir ante quienes los escuchaban en una época en que cualquier palabra era una señal política.
En días en que Karadima se codeaba con quienes aplaudieron las atrocidades dictatoriales, dando sermones que, de una otra forma, ya sea con figuras retóricas u omisiones evidentes, respaldaban lo que estaba ocurriendo en Chile, quien fuera vicario, en cambio, arriesgó su vida poniéndose del lado de una oposición invisibilizada por un Estado que se había transformado en un aparato de propaganda del régimen. A ambos les dio poder su posición ante el dictador.
Esto es aún más claro cuando se escuchan las declaraciones de quienes denunciaron a Karadima y a Precht. En el caso de los primeros, siempre se destacaba que la credibilidad que se depositaba en párroco cura de la elite, se sustentaba, entre muchas otras cosas, en el hecho de que era el único “cura no rojo” de ese entonces, lo que le daba una especie de superioridad en momentos tan álgidos como los setenta y ochenta en nuestro país. Por otro lado, quienes acusan al discípulo de Silva Henríquez, destacan que su carácter épico era evidente por su incansable lucha en contra de los abusos de la tiranía que en aquellos años se estaba institucionalizando. Por esto, acusarlo de algo, según se ha dicho, era no solo interrumpir un proceso opositor que estaba dando frutos, sino también darle a la dictadura una ventaja que no se podían permitir en esos momentos.
Por esto último es que hoy lo de Precht resulta más complejo. ¿Por qué? Pues porque no solo da cuenta de que la humanidad es mucho más complicada que la simpleza con la que miramos (sobre todo por estos días), sino también porque nos hace entender que ante las nulas garantías que daba el gobierno chileno en aquellos años, la única opción para defenderse de los interminables ataques de un Estado terrorista, era una institución sumamente vertical y antidemocrática como la estructura oficial de la Iglesia. Por lo tanto, la única forma de tener un cierto respaldo ante el desamparo era callar los manoseos y los nada de sutiles abusos de poder, con tal de no interrumpir un camino tan virtuoso como es el de la recuperación democrática. Y eso, con la mirada del tiempo, no solo resulta triste, sino que también retrata de cuerpo entero el infierno de esos años.
Precht, a diferencia de Karadima, no se sentía del lado de lo que se llama “el bien”, sino que trabajaba por el bien de los ciudadanos. No quería ser casi una divinidad como sí quiso serlo el mediocre cura de El Bosque; por el contrario, fue ameno, cercano y tuvo amigos en vez de súbditos, ya que no creía en lo pomposo ni se sentía un ser poderoso. Sin embargo, lo era. Su acción pública en pro de la justicia, era una forma de ejercer poder. Porque no hay mayor capital que, en vez de decirse bueno, ser bueno. No hay mayor fortaleza que actuar en vez de quedarse en la prédica, y eso es lo que convierte al expulsado sacerdote en el protagonista de un episodio sumamente doloroso y peligroso.
No quiero decir con esto que Karadima no haya sido peligroso -siquiera intentar algo así no solo sería una brutalidad, sino también negar la realidad-, pero todo parece indicar que su “embrujamiento” era algo ante lo que solo algunos caían, mientras que Precht era el buen samaritano, el cura cercano al pueblo; en definitiva, era el paladín, el dueño de una credibilidad que no disfrutaba solamente en sectores selectos, sino ante un pueblo que depositaba en él y en Silva Henríquez el futuro de sus vidas.